La Glosa Dominical de Gérminans

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EL DRAMA DEL DESPIDO Y UN DIOS QUE PARECE JUGAR

Conteniendo la respiración, a la puerta del paro y con el sambenito del despido colgado al cuello: el escenario ideal para un profeta que parece flipar. Uno de tantos charlatanes que atraviesan los caminos de Palestina. Estamos en Genesaret, tierra de aguas y  lagos subterráneos, una tristeza experimentada en el temprano amanecer. Dos barcas en la orilla. Los pescadores que estaban lavando sus redes. Toda una noche para vencer a la mar, toda una mañana para contemplar nada. Esos barcos están amarrados casi aparcados, incluso aburridos. Como las historias de los maestros en el arte de la pesca, resignados en el corazón, llevando en los hombros encorvados el peso del trabajo baldío. Incluso el pescador más experimentado conoce los momentos en los que se siente incapaz de responder, donde las ondas de las olas no aguantan el entusiasmo de un oficio transmitido de generación en generación. 
 
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Pero Él se levanta, ingenuamente, sin escrúpulos. Sube porque para él subir significa plantar su tienda en las historias desoladoras, en la trama de la vida de esa noche desperdiciada en medio del bregar más duro. Para que aquellos pescadores abandonen esa resignación melancólica es necesario que alguien les dé confianza. Subió y les pidió que se alejaran un poco de tierra firme. Nos encontramos ante la más pura dinámica educativa: ve dos barcas, no pide permiso, se sube a una de ellas, pide que se alejen. En pocas palabras: pide trabajar a gente que, con toda la razón del mundo, tienen los nervios a flor de piel. ¿Es posible que no conozca el temperamento de aquel pescador de Galilea escondido bajo sus músculos? Las palabras de Simón Pedro son claras, quizás nos asombra su calma. En resumen: “Hemos faenado toda la noche y no hemos pescado nada”. Está pues cansado, decepcionado, quizás enfadado, cuando Jesús sube a la barca para enseñar a la multitud que se amontona en la orilla del lago: pero lo acoge, quién sabe si sólo por no dar la impresión de ser un maleducado ante la mirada de los desconocidos. Acabado el discurso y vuelta la calma, acelera la falta de prejuicios: “Zarpa y cala las redes para la pesca”. Jesús no era para él un desconocido. Había estado en su casa, lo había visto agacharse para curar a su suegra, ya era para él “El Maestro”. Pero volver sobre aquellas aguas avaras y vacías cuando uno está agotado y únicamente con ganas de reposar, ya era demasiado. Es como recibir una burla y aguantar la mofa  agradeciéndola. ¿Aprender a pescar de un carpintero? ¿Además de día? Es como confesar que uno es un pescador fracasado, incompetente. Soy pescador pero no sé pescar. ¿Habrá algún chismorreo más vergonzoso a partir de ahora entre las callejuelas de los mercados palestinos?
 
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Habrá pensado Simón: “cuando uno exagera, exagera”. Eso es pasarse tres pueblos. Y no le ahorra el comentario, educadamente le reprocha su duda y hace aflorar su escepticismo: “Maestro, hemos faenado toda la noche y no hemos pescado nada”. Está Él y está Simón: es el plano de toma. El hombre libre y verdadero que da voz al que intenta, que rehúye el riesgo de la mistificación, que posee la rarísima capacidad llamar a las cosas por su nombre y no tiene miedo de poner los puntos sobre las íes. Pero en la barca el que entiende de pesca soy yo y no tú. Un poquito de calma, Jesús, por favor. ¿No es acaso de noche cuando se pesca? Es verdad, Simón: es estúpido pescar de día, como será estúpido evangelizar allí donde no hay nadie. Simón es un hombre libre. Tan libre como para no arriesgarse fingiendo que todo funciona a lo grande. Escapar, para quien tiene las redes vacías, es la locura más grande que un pescador puede hacer. Si la noche ha sido baldía, si las redes están vacías, si la moral está por los suelos, quizás el riesgo está bien para salvar el honor: “En tu nombre y por tu palabra echaré las redes”. Sabio aquel pescador: deja abierta la posibilidad de encontrar Alguien más sabio que él en el arte de la pesca. 
 
“Señor, perdóname, pero llegados a este punto, ¿hacia dónde quieres que vayamos? Cuando en nuestra vida llegamos a pronunciar esta frase, cuando nos damos cuenta de que no tenemos más salida, entonces hemos llegado al juego de la seducción. Implicarse con otro, siempre significa llegar a un punto en el que somos conscientes de que a partir de aquel momento nada será igual. Hay un punto en que descubrimos que no podemos echarnos atrás. Aunque la historia acabe, podremos ir hacia adelante: pero nunca volver al estadio precedente. Y no es el otro el que no nos deja alternativa, somos nosotros que la hemos liquidado: ya no tenemos puerto (un lugar de interioridad) al que regresar como si no hubiera pasado nada. 
 
Calar las redes en el lugar adecuado es cuestión de confianza. Podemos volver sobre nuestros pasos, poner en discusión una noche de faena, el arte de una profesión aprendida desde joven; se pueden burlar de nosotros porque vamos a pescar de día; pero si aquella pesca te dibuja el milagro de una vida nueva, “en tu nombre y por tu palabra echaré las redes”. Traducido: me parece que te equivocas, no hay peces pero iré contra mi lógica, me fío. En tu nombre y por tu palabra, echaré mi vida.
 
Echan y pescan lo inverosímil. Por la mañana eran pescadores amarrados; al atardecer, pescadores de hombres. En medio de un encuentro que los ha desequilibrado y trastornado: para enderezarlos. 

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