De la Homilia pronunciada por el Papa Benedicto XVI el  domingo 21 de agosto de 2011, en Madrid, coincidiendo con la Jornada Mundial de la Juventud y con el Domingo 21 del tiempo Ordinario (Ciclo A)
Con la celebración de la Eucaristía llegamos al momento culminante de
 esta Jornada Mundial de la Juventud. Al veros aquí, venidos en gran 
número de todas partes, mi corazón se llena de gozo pensando en el 
afecto especial con el que Jesús os mira. Sí, el Señor os quiere y os 
llama amigos suyos (cf. Jn 15,15). Él viene a vuestro encuentro y
 desea acompañaros en vuestro camino, para abriros las puertas de una 
vida plena, y haceros partícipes de su relación íntima con el Padre.
Nosotros, por nuestra parte, conscientes de la grandeza de su amor, 
deseamos corresponder con toda generosidad a esta muestra de 
predilección con el propósito de compartir también con los demás la 
alegría que hemos recibido. Ciertamente, son muchos en la actualidad los
 que se sienten atraídos por la figura de Cristo y desean conocerlo 
mejor. Perciben que Él es la respuesta a muchas de sus inquietudes 
personales. Pero, ¿quién es Él realmente? ¿Cómo es posible que alguien 
que ha vivido sobre la tierra hace tantos años tenga algo que ver 
conmigo hoy?
 
En el evangelio que hemos escuchado (cf. Mt 
16, 13-20), vemos representados como dos modos distintos de conocer a 
Cristo. El primero consistiría en un conocimiento externo, caracterizado
 por la opinión corriente. A la pregunta de Jesús: «¿Quién dice la gente
 que es el Hijo del hombre?», los discípulos responden: «Unos que Juan 
el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas».
 Es decir, se considera a Cristo como un personaje religioso más de los 
ya conocidos. Después, dirigiéndose personalmente a los discípulos, 
Jesús les pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro 
responde con lo que es la primera confesión de fe: «Tú eres el Mesías, 
el Hijo del Dios vivo». La fe va más allá de los simples datos empíricos
 o históricos, y es capaz de captar el misterio de la persona de Cristo 
en su profundidad.
Pero la fe no es fruto del esfuerzo humano, de 
su razón, sino que es un don de Dios: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de 
Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino 
mi Padre que está en los cielos». Tiene su origen en la iniciativa de 
Dios, que nos desvela su intimidad y nos invita a participar de su misma
 vida divina. La fe no proporciona solo alguna información sobre la 
identidad de Cristo, sino que supone una relación personal con Él, la 
adhesión de toda la persona, con su inteligencia, voluntad y 
sentimientos, a la manifestación que Dios hace de sí mismo. Así, la 
pregunta de Jesús: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?», en el fondo 
está impulsando a los discípulos a tomar una decisión personal en 
relación a Él. Fe y seguimiento de Cristo están estrechamente 
relacionados. Y, puesto que supone seguir al Maestro, la fe tiene que 
consolidarse y crecer, hacerse más profunda y madura, a medida que se 
intensifica y fortalece la relación con Jesús, la intimidad con Él. 
También Pedro y los demás apóstoles tuvieron que avanzar por este 
camino, hasta que el encuentro con el Señor resucitado les abrió los 
ojos a una fe plena.
Queridos jóvenes, también hoy Cristo se 
dirige a vosotros con la misma pregunta que hizo a los apóstoles: «Y 
vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Respondedle con generosidad y 
valentía, como corresponde a un corazón joven como el vuestro. Decidle: 
Jesús, yo sé que Tú eres el Hijo de Dios que has dado tu vida por mí. 
Quiero seguirte con fidelidad y dejarme guiar por tu palabra. Tú me 
conoces y me amas. Yo me fío de ti y pongo mi vida entera en tus manos. 
Quiero que seas la fuerza que me sostenga, la alegría que nunca me 
abandone.
En su respuesta a la confesión de Pedro, Jesús habla de 
la Iglesia: «Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta 
piedra edificaré mi Iglesia». ¿Qué significa esto? Jesús construye la 
Iglesia sobre la roca de la fe de Pedro, que confiesa la divinidad de 
Cristo. Sí, la Iglesia no es una simple institución humana, como otra 
cualquiera, sino que está estrechamente unida a Dios. El mismo Cristo se
 refiere a ella como «su» Iglesia. No se puede separar a Cristo de la 
Iglesia, como no se puede separar la cabeza del cuerpo (cf. 1Co 12,12). La Iglesia no vive de sí misma, sino del Señor. Él está presente en medio de ella, y le da vida, alimento y fortaleza.
Queridos
 jóvenes, permitidme que, como Sucesor de Pedro, os invite a fortalecer 
esta fe que se nos ha transmitido desde los Apóstoles, a poner a Cristo,
 el Hijo de Dios, en el centro de vuestra vida. Pero permitidme también 
que os recuerde que seguir a Jesús en la fe es caminar con Él en la 
comunión de la Iglesia. No se puede seguir a Jesús en solitario. Quien 
cede a la tentación de ir «por su cuenta» o de vivir la fe según la 
mentalidad individualista, que predomina en la sociedad, corre el riesgo
 de no encontrar nunca a Jesucristo, o de acabar siguiendo una imagen 
falsa de Él.
Tener fe es apoyarse en la fe de tus hermanos, y que 
tu fe sirva igualmente de apoyo para la de otros. Os pido, queridos 
amigos, que améis a la Iglesia, que os ha engendrado en la fe, que os ha
 ayudado a conocer mejor a Cristo, que os ha hecho descubrir la belleza 
de su amor. Para el crecimiento de vuestra amistad con Cristo es 
fundamental reconocer la importancia de vuestra gozosa inserción en las 
parroquias, comunidades y movimientos, así como la participación en la 
Eucaristía de cada domingo, la recepción frecuente del sacramento del 
perdón, y el cultivo de la oración y meditación de la Palabra de Dios.
De
 esta amistad con Jesús nacerá también el impulso que lleva a dar 
testimonio de la fe en los más diversos ambientes, incluso allí donde 
hay rechazo o indiferencia. No se puede encontrar a Cristo y no darlo a 
conocer a los demás. Por tanto, no os guardéis a Cristo para vosotros 
mismos. Comunicad a los demás la alegría de vuestra fe. El mundo 
necesita el testimonio de vuestra fe, necesita ciertamente a Dios. 
Pienso que vuestra presencia aquí, jóvenes venidos de los cinco 
continentes, es una maravillosa prueba de la fecundidad del mandato de 
Cristo a la Iglesia: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda
 la creación» (Mc 16,15). También a vosotros os incumbe la 
extraordinaria tarea de ser discípulos y misioneros de Cristo en otras 
tierras y países donde hay multitud de jóvenes que aspiran a cosas más 
grandes y, vislumbrando en sus corazones la posibilidad de valores más 
auténticos, no se dejan seducir por las falsas promesas de un estilo de 
vida sin Dios.
Queridos jóvenes, rezo por vosotros con todo el 
afecto de mi corazón. Os encomiendo a la Virgen María, para que ella os 
acompañe siempre con su intercesión maternal y os enseñe la fidelidad a 
la Palabra de Dios. Os pido también que recéis por el Papa, para que, 
como Sucesor de Pedro, pueda seguir confirmando a sus hermanos en la fe.
 Que todos en la Iglesia, pastores y fieles, nos acerquemos cada día más
 al Señor, para que crezcamos en santidad de vida y demos así un 
testimonio eficaz de que Jesucristo es verdaderamente el Hijo de Dios, 
el Salvador de todos los hombres y la fuente viva de su esperanza. Amén.
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