Reflexión a modo de notas, hacia dónde nos orienta la liturgia del domingo.
LA DOCILIDAD TIENE PREMIO: VIVIR CONFIADOS SIN TEMOR
LA DOCILIDAD TIENE PREMIO: VIVIR CONFIADOS SIN TEMOR
Después de las fiestas pascuales, de la Cuaresma que las precedió, y de las solemnidades que las sucedieron (Santísima Trinidad, Corpus Christi, Santos Pedro y Pablo) volvemos a los domingos “de verde”.
Es el tiempo después de Pentecostés (forma extraord.), el tiempo “per annum”. El 4º tras Pentecostés para el misal de 1962, el 14º del tiempo ordinario para el Novus Ordo. Los relatos evangélicos de ambas formas difieren: la pesca milagrosa y la llamada a ser pescadores de hombres en un ciclo (Lc. 5, 1-11); y la invitación que Jesús hace a seguirle e imitar su corazón dulce y humilde (Mt. 11,25-30) si uno quiere ser aliviado del cansancio de la vida, en el otro. Siempre frente a las palabras del Señor y a su anuncio, las personas se dividen en dos grupos: quien lo escucha y quien no.
Jesús no utiliza jamás categorías sociales o económicas, sino categorías espirituales. Los que se sienten más inclinados a acogerlo, no son tanto los que tienen dinero, poder o instrucción; los sabios que lo rechazan no sólo son los ricos y los de posición elevada, sino también los de condición humilde. Es capaz de acoger el mensaje del Señor el que es dócil de corazón, quien se abre al don y conserva capacidad de asombro, quien sabe que la vida no es una propiedad nuestra, sino un don de Dios.
Jesús no utiliza jamás categorías sociales o económicas, sino categorías espirituales. Los que se sienten más inclinados a acogerlo, no son tanto los que tienen dinero, poder o instrucción; los sabios que lo rechazan no sólo son los ricos y los de posición elevada, sino también los de condición humilde. Es capaz de acoger el mensaje del Señor el que es dócil de corazón, quien se abre al don y conserva capacidad de asombro, quien sabe que la vida no es una propiedad nuestra, sino un don de Dios.
Al contrario, quien está lleno de sí mismo, quien se apoya en lo que tiene, en lo que es o en lo que sabe, no tiene capacidad para acogerlo. Mientras nosotros estamos inclinados a mirar a los hombres con afán estadístico, Jesucristo mira a la humanidad con los ojos de Dios: mira al corazón. Es capaz de descubrir quién tiene plena confianza en Dios y quién, a pesar de mostrarse como una persona plenamente religiosa, finge.
Lo que Jesús nos quiere enseñar respecto a Dios, es que su ley no sirve para nada si no es vista como respuesta al amor que nos ha creado. Acoger el Evangelio, ser sensible a la Buena Nueva, sólo es posible a través de la conversión del corazón. Los signos que Jesús hace (su predicación, sus milagros…) buscan que nuestro corazón sea humilde y dócil, capaz de reconocer que todo nos viene de Dios. Sólo esta clase de pobres puede ser feliz. El premio a esta actitud del corazón es vivir confiados y sin temor.
Es lo que se nos explica en el capítulo 8º de la Epístola a los Romanos (común a ambas formas del misal): la muerte y la resurrección de Cristo ha liberado a los hombres del poder de la carne, es decir de la humanidad sujeta al pecado que tiene miedo de confiar totalmente en Dios; y nos ha puesto bajo el poder del Espíritu. Si acogemos esta liberación y hacemos que produzca frutos en nuestra vida, dejando de ser egoístas y viviendo como Él ha vivido con ayuda del Espíritu, seremos felices en esta vida y en la gloria que un día se nos revelará: ése será nuestro rescate final.
Y Jesús nos demuestra que es posible vivir así: que este maravilloso nivel de vida espiritual no es cosa de ángeles, sino de hombres. Fr. Tomás M. Sanguinetti
Fray Tomás, muchas gracias por la Glosa de esta semana.
ResponderEliminarABRIR NUESTRO CORAZÓN AL DON DE DIOS
Nuestra vida no es simplemente una serie de circunstancias, una serie de días que van pasando uno detrás de otro, sino que todos los días de nuestra vida son un don de Dios, no sólo para nosotros, sino sobre todo un don de Dios para los demás, para aquellos que viven con nosotros. Un don de Dios que requiere, por parte nuestra, reconocerlo y hacernos conscientes de que efectivamente es un regalo de Dios. Y permitir, como consecuencia, que en nuestro corazón haya un espíritu agradecido por el hecho de ser un don de Dios.
En la historia de la Iglesia, Dios nuestro Señor ha ido dando dones constantemente, y a veces Él se prodiga de una forma particular en algunas circunstancias, por lo demás muy normales, muy corrientes, pero que se convierten de modo muy especial en don de Dios para sus hermanos.
Ciertamente que esto requiere, por parte de quien toma conciencia de ser un don de Dios para los demás, una correspondencia.
No basta con decir “yo me entrego a los demás”, “yo soy un don de Dios para los demás”, es necesario, también, estar conscientes de lo que por nuestra parte esto va a suponer.
A veces podemos convivir con el don de Dios y no ser conscientes de que lo tenemos a nuestro lado y no ser conscientes de que Dios está junto a nosotros. Podemos estar conviviendo con el don de Dios y no reconocerlo.
Algo así les había pasado a Santiago y a Juan, los hijos de Zebedeo. A pesar de llevar ya tiempo con nuestro Señor, no habían captado el don de Dios.
Tanto es así que, justamente después que Cristo les habla de pasión, de muerte y de resurrección, acompañados de su madre, llegan y le dicen a Jesús: “Queremos sentarnos uno a tu derecha y otro a tu izquierda”.
Cuando Jesús está hablando de renuncia, de entrega, de sacrificio, de redención, ellos le hablan a Cristo de dignidades, de cargos y de honores.
¡Qué misterio es el hecho de que se puede convivir con el don de Dios y, sin embargo, no reconocerlo!
Nuestra vida puede ser una vida semejante a la de los hijos de Zebedeo, que tenían el don de Dios más grande —Cristo nuestro Señor—, y no lo habían reconocido.
El don de Dios, el Hijo de Dios caminaba con ellos, comía con ellos, dormía con ellos, les hablaba, les enseñaba, y ¡no lo habían reconocido! Es necesario tener los ojos abiertos y el corazón dispuesto a acoger el don de Dios, porque nos damos cuenta de que, no solamente Juan y Santiago no habían captado nada del don de Dios que era Cristo para sus vidas, tampoco nosotros mismos, muchas veces, lo hemos captado.
Corredentor, compañero y servidor son las características del corazón que está dispuesto a reconocer el don de Dios y del corazón que está dispuesto a ser don de Dios para nuestros hermanos.
A nosotros, entonces, nos correspondería preguntarnos:
¿Soy yo también corredentor?
¿Tomo yo como mía la misión de la Iglesia, la misión de Cristo, que es salvar a los hombres?
¿Soy compañero de Cristo, es decir, lo tengo frecuentemente en mi corazón, bebo su cáliz, comparto con Él todo?
¿Su vida es mi vida, sus intereses los míos, sus inquietudes las mías?
¿Soy servidor de los demás?
¿Estoy dispuesto a ser de los que sirven, de los que ayudan, de los que colaboran, de los que cooperan, de los que se entregan, de los que dan sin esperar necesariamente una recompensa?
Cuando el Señor nos llama a la fe cristiana, es para llenarnos de cosas cotidianas y normales, como es cada una de nuestras vidas. En lo cotidiano está el don, no tenemos que buscar cosas extraordinarias ni milagros ni cosas raras.
Pidámosle a Cristo que nos conceda abrir nuestro corazón al don de Dios, pero también pidámosle que nos permita abrir nuestro corazón para que también nosotros, corredentores, compañeros y servidores, sepamos ser don de Dios para los demás.
Gracias por estas enseñanzas.
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