“No santifican al sacerdote y no santifican al fiel ni el laxismo ni el rigorismo”. O sea, ni demasiado estrechos, ni demasiada manga ancha, les decía el Papa a los sacerdotes de Roma. ¿Y cómo sabemos qué es “manga ancha” y qué es “rigor”? El mismo Papa lo explica más adelante: “Misericordia significa: ni manga ancha ni rigidez. Ni el sacerdote laxista ni el rigorista da testimonio de Jesucristo, porque ni el uno ni el otro se hace cargo de la persona que encuentra. El rigorista se lava las manos... De hecho la ata a la ley entendida de forma fría y rígida; el laxista se lava las manos, solo aparentemente es misericordioso, pero en realidad no se toma en serio el problema de esa conciencia, minimizando el pecado”.
Viene pues el Papa a desarrollar lo que ya dijo Jesucristo a sus discípulos: “A quienes les perdonéis los pecados les quedarán perdonados, y a quienes se los retengáis, les quedarán retenidos” (Jn 20,23). ¿Así puede o debe el confesor negar la absolución? Evidentemente ha de hacerlo cuando ve clarísimo que, al no arrepentirse el penitente de sus pecados, lo que en realidad va a buscar en la confesión es que la Iglesia acepte con toda normalidad que los fieles que acuden al sacramento de la conversión (la penitencia en su versión más genuina), se instalen en el pecado de tal modo que de hecho reconozca la Iglesia que esas conductas no son pecaminosas. En una palabra, lo que esperarían algunos es la abolición del pecado o, lo que es lo mismo, su compasiva aceptación por parte de la Iglesia; o como dice el Papa, la manga ancha, el laxismo. El mundo está ansioso por asistir a esta magna revolución que habría de protagonizar el Papa Francisco. Tiene puestas en él grandes esperanzas a este respecto. No esperan la conversión del pecador, sino la de la Iglesia.
Pero son vanas estas esperanzas, porque como ha dicho el Papa más de una vez, él es “hijo de la Iglesia” y se debe a lo que ésta afirma en su Magisterio, pieza esencial del cual es el Catecismo. Francisco lo ha dejado bien claro: hay que interpretar sus palabras en total comunión con la Iglesia. Pretender otra cosa es una maldad. Una maldad ociosa por demás.
Viene pues el Papa a desarrollar lo que ya dijo Jesucristo a sus discípulos: “A quienes les perdonéis los pecados les quedarán perdonados, y a quienes se los retengáis, les quedarán retenidos” (Jn 20,23). ¿Así puede o debe el confesor negar la absolución? Evidentemente ha de hacerlo cuando ve clarísimo que, al no arrepentirse el penitente de sus pecados, lo que en realidad va a buscar en la confesión es que la Iglesia acepte con toda normalidad que los fieles que acuden al sacramento de la conversión (la penitencia en su versión más genuina), se instalen en el pecado de tal modo que de hecho reconozca la Iglesia que esas conductas no son pecaminosas. En una palabra, lo que esperarían algunos es la abolición del pecado o, lo que es lo mismo, su compasiva aceptación por parte de la Iglesia; o como dice el Papa, la manga ancha, el laxismo. El mundo está ansioso por asistir a esta magna revolución que habría de protagonizar el Papa Francisco. Tiene puestas en él grandes esperanzas a este respecto. No esperan la conversión del pecador, sino la de la Iglesia.
Pero son vanas estas esperanzas, porque como ha dicho el Papa más de una vez, él es “hijo de la Iglesia” y se debe a lo que ésta afirma en su Magisterio, pieza esencial del cual es el Catecismo. Francisco lo ha dejado bien claro: hay que interpretar sus palabras en total comunión con la Iglesia. Pretender otra cosa es una maldad. Una maldad ociosa por demás.
No siempre es posible liberarle a uno de las ataduras del pecado, sobre todo cuando uno mismo no quiere. Más aún, como insinuó Jesús en su pregunta retórica cuando sanó al paralítico, quien puede lo menos (soltar las ataduras de unos miembros agarrotados), puede lo más (soltar las ataduras del pecado) (cf. Mt 9,1). Y dejó bien claro que ésa era su misión en la tierra: liberar al hombre de las ataduras del pecado. Pero liberarlo, no dejarlo prisionero del pecado y a pesar de ello perdonarle, borrar, destruir sus pecados. No: sin la liberación del pecado, no hay perdón (“Tampoco yo te condeno. Vete y no peques más” Jn 8,11). Sin conversión, sin propósito de enmienda se vacía de sentido la confesión.
Así pues, se trata de la condena del pecado y el perdón del pecador siempre que éste no ejerza de defensor del pecado tanto a través de sus palabras como por medio de sus actos reiterados. A éste se le perdonan los pecados en tanto en cuanto se arrepiente; es decir en la medida en que el sacerdote entiende que éste abandona su mentalidad de pecado y entra en el camino de la conversión. Ahí sí que será bueno acompañarle: en la lucha por liberarse de la esclavitud del pecado: generalmente larga. Ahí es donde están totalmente indicadas la comprensión, la paciencia y la misericordia del sacerdote: en la ayuda para la conversión. Pero de ningún modo en el indulgente auxilio para permanecer en el pecado, cual sería la absolución sin arrepentimiento y sin propósito de enmienda. Ésa es con toda seguridad la manga ancha a la que se refiere el Papa. Porque sin conversión, sin propósito al menos de conversión, que ésa es la verdadera penitencia, la confesión queda desfigurada y profanada. Y no es eso lo que le propone el Papa al clero romano.
Es que el sacerdote tiene la facultad, en nombre de Cristo, de perdonar los pecados: pero también de retenerlos. Porque el perdón incondicional del pecador no puede ser el pretexto para darle al pecado carta de naturaleza en la Iglesia; pues eso sería tanto como abolir el pecado y con él abolir definitivamente la moral, que es lo que está esperando el mundo.
Porque la moral (a las transgresiones de la cual llamamos pecados) es un bien colectivo que tiene como fin posibilitar la sana convivencia de unos hombres creados a imagen y semejanza de un Dios Bueno y Santo. Si la ley no castiga las transgresiones, deja de ser ley y por tanto introduce un factor de anarquía e inseguridad en la sociedad. Tanto la ley civil como la ley moral son normas de convivencia que deben ser protegidas en aras del bien común.
Y obviamente, si la Iglesia puede perdonar los pecados y puede retenerlos, es porque su divino fundador le encomendó la facultad y la obligación de juzgar entre el bien y el mal. La obligación de aprobar y fomentar el bien, y la de reprobar y condenar el mal. No se puede escabullir de esa obligación aunque el mundo la crucifique por ello. Y como ni el mal ni el pecado son figuras abstractas, sino que se concretan en los actos humanos, la Iglesia tiene la sagrada obligación de hacer saber a sus fieles qué conductas se ajustan a la ley de Dios y cuáles no. Y a los fieles que pecan ocasionalmente o que viven en pecado, tiene la obligación de inducirlos a la conversión y acompañarlos en ese camino que a veces es escabroso y largo.
Así pues, se trata de la condena del pecado y el perdón del pecador siempre que éste no ejerza de defensor del pecado tanto a través de sus palabras como por medio de sus actos reiterados. A éste se le perdonan los pecados en tanto en cuanto se arrepiente; es decir en la medida en que el sacerdote entiende que éste abandona su mentalidad de pecado y entra en el camino de la conversión. Ahí sí que será bueno acompañarle: en la lucha por liberarse de la esclavitud del pecado: generalmente larga. Ahí es donde están totalmente indicadas la comprensión, la paciencia y la misericordia del sacerdote: en la ayuda para la conversión. Pero de ningún modo en el indulgente auxilio para permanecer en el pecado, cual sería la absolución sin arrepentimiento y sin propósito de enmienda. Ésa es con toda seguridad la manga ancha a la que se refiere el Papa. Porque sin conversión, sin propósito al menos de conversión, que ésa es la verdadera penitencia, la confesión queda desfigurada y profanada. Y no es eso lo que le propone el Papa al clero romano.
Es que el sacerdote tiene la facultad, en nombre de Cristo, de perdonar los pecados: pero también de retenerlos. Porque el perdón incondicional del pecador no puede ser el pretexto para darle al pecado carta de naturaleza en la Iglesia; pues eso sería tanto como abolir el pecado y con él abolir definitivamente la moral, que es lo que está esperando el mundo.
Porque la moral (a las transgresiones de la cual llamamos pecados) es un bien colectivo que tiene como fin posibilitar la sana convivencia de unos hombres creados a imagen y semejanza de un Dios Bueno y Santo. Si la ley no castiga las transgresiones, deja de ser ley y por tanto introduce un factor de anarquía e inseguridad en la sociedad. Tanto la ley civil como la ley moral son normas de convivencia que deben ser protegidas en aras del bien común.
Y obviamente, si la Iglesia puede perdonar los pecados y puede retenerlos, es porque su divino fundador le encomendó la facultad y la obligación de juzgar entre el bien y el mal. La obligación de aprobar y fomentar el bien, y la de reprobar y condenar el mal. No se puede escabullir de esa obligación aunque el mundo la crucifique por ello. Y como ni el mal ni el pecado son figuras abstractas, sino que se concretan en los actos humanos, la Iglesia tiene la sagrada obligación de hacer saber a sus fieles qué conductas se ajustan a la ley de Dios y cuáles no. Y a los fieles que pecan ocasionalmente o que viven en pecado, tiene la obligación de inducirlos a la conversión y acompañarlos en ese camino que a veces es escabroso y largo.
El pecado no es simplemente una “herida” que alguien sufra por “problemas materiales, por escándalos, o por las desilusiones del mundo”. La Iglesia no puede reducirse a un hospital de campaña que recibe heridos y los acompaña. La Iglesia compadece y cura al pecador arrepentido, pero lucha contra el pecado con el escudo de la fe y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios (cf. Ef 6,17). El pecado es una ofensa a Dios, a quien desobedecemos en vez de responder a su amor. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Cristo, en su Pasión, revela plenamente la gravedad del pecado y lo vence con su misericordia (Catecismo de la Iglesia Católica #1849-1851-1871-1872). El pecado es la decisión libre de elegir el mal, violar los mandamientos u omitir el bien. “Porque de dentro del corazón de los hombres, -dice el Señor- salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, lujuria, insolencia, insensatez. Todas esas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre” (Mc 7, 21).
Por ello, la misericordia de Dios hay que pedirla, debemos buscarla y acogerla. Ésta supone que reconozcamos nuestras culpas, arrepintiéndonos de nuestros pecados. Dios mismo, con su Palabra y su Espíritu, descubre nuestros pecados, sitúa nuestra conciencia en la verdad sobre sí misma y nos concede la esperanza del perdón (Catecismo de la Iglesia Católica #1846-1848-1870). Porque la mayor misericordia para con el pecador no es disimular ante sus pecados, ni mucho menos hacerle entender que en cierta manera se aprueba o se tolera su conducta que no es conforme con la ley de Dios. No es el camino de la Iglesia ni es la misericordia que le es propia, eludir pronunciarse sobre el bien y el mal concreto a la luz del Evangelio y a la luz del Magisterio eclesial. La auténtica misericordia es emplearse en la conversión del pecador.
Claro que el poner al pecador ante sus pecados no es plato de gusto para nadie. Pero es que el primer paso para curarse y para convertirse es reconocer la enfermedad y el pecado. Ése es el inicio de la penitencia, nada cómoda; y el principio de la curación, que también requiere sacrificios: sobre todo en el cambio de vida. Así se lo dice el apóstol Pablo a Timoteo: “Dios nos salvó y nos llamó a una vida santa, no por nuestros méritos, sino porque, desde tiempo inmemorial, dispuso darnos su gracia” (2Tm 2, 1). Esa gracia nunca falta al que de verdad la pide.
Claro que el poner al pecador ante sus pecados no es plato de gusto para nadie. Pero es que el primer paso para curarse y para convertirse es reconocer la enfermedad y el pecado. Ése es el inicio de la penitencia, nada cómoda; y el principio de la curación, que también requiere sacrificios: sobre todo en el cambio de vida. Así se lo dice el apóstol Pablo a Timoteo: “Dios nos salvó y nos llamó a una vida santa, no por nuestros méritos, sino porque, desde tiempo inmemorial, dispuso darnos su gracia” (2Tm 2, 1). Esa gracia nunca falta al que de verdad la pide.
Custodio Ballester Bielsa, pbro.
www.sacerdotesporlavida.es
Yo creo que, hoy día en que tan poca gente cree en la confesión, todo el que se acerca a este sacramento acude movido por el arrepentimiento y el propósito de enmienda, aunque luego, como dice el Evangelio, el espíritu sea decidido y la carne, débil.
ResponderEliminarAmigo Hermenegildo, en vista de la matraca de Kasper con la comunión a los divorciados, casados de nuevo civilmente, "inocentes" en la destrucción de su primer matrimonio, con buena voluntad y que buscan a Dios... yo no daría el arrepentimiento y el propósito de enmienda por descontado.
EliminarSor Forcades y Oliveres quieren una constitución catalana satánica, un modelo de sociedad integral regida por el mal y el maligno, según se desprende de lo leido en la página de Documentos de trabajo del Procés Constituent, impulsada por Arcadi Oliveres y Sor Forcades:
ResponderEliminarwww.procesconstituent.cat/ca/manifest/documents-de-treball
I. Religión civil oficial de Estado anticatólica, gnóstica y nuevaerana
Documento 6 “Dret al propi cos”, 8 “Drets de ciutadania” y 11 “Prototemes: Per una Catalunya laica”. Curiosamente, mientras los católicos Forcades y Oliveres se dedican a derruir el catolicismo, paralelamente levantan una Babel de creencias y espiritualidades, una nueva religión laico-civil de raíz nuevaerana evidente. Retrocedemos a la religión de Estado panteista imperial romana, la Ciudad de Dios contra la Ciudad de los Paganos... ¡por católicos!
La laicidad elimina el Concordato, la divulgación pública de la bioética y moral familiar católica, el matrimonio canónico con efectos civiles, la escuela católica y la fiscalidad religiosa (IRPF, renta, sociedades, IBI, IVA, sucesiones, legados); las iglesias históricas serán propiedad pública; el derecho a apostar será un derecho civil; el juramento de los cargos ante la Biblia; la eliminación de todo sígno y símbolo católico en centros públicos (cementerio, tanatorio, hospital, prisiones).
Pero el Estado catalán tendrá una religión laica de carácter oficial. En efecto, mientras por un lado el sistema sanitario confía en la fuerza vital para la cura de enfermedades, habrán terapias “naturales” como el reiki, shiatsu tao-zen, meditación y sanación, en “Ètica, amor i esperança” y “Nou paradigma social: l'art de viure i conviure”, se concreta una religión Nueva Era: Bien, Amor y Justicia, el hombre como una chispa divina, el derecho a la autodeterminación, realización personal y felicidad compartidas, el amor como creador de leyes, la fraternidad como nuevo paradigma social y motor de la evolución de la conciencia, fundamentos filosóficos en Rudolf Steiner (ocultista) y una organización nuevaerana criteriiconsciencia.org.
II. Cultura de la muerte y el relativismo en vida, familia y matrimonio
En “Autonomia del malalt, eutanasia...” se constitucionalizará la eutanasia, la ayuda médica al suicidio asistido y la congelación premortem y postmortem.
En “Salut sexual i reproductiva”, educación sexual, reproductiva y afectiva para menores, teoría de género (homosexualidad, bisexualidad, transexualidad, género neutro o indiferente), aborto, anticoncepción y contracepción de emergencia, aborto de menores, reproducción humana asistida (fecundación in vitro, diagnóstico preimplantatorio, congelación y donación de gametos y embriones), gestación por subrogación o vientres de alquiler,
III. Sociedad utópica edénica y adánica: socialista, colectivista, comunitarista, ecologista, naturista, pacifista, autárquica, solidaria, colaborativa, intercultural...
Puede verse en la casi totalidad de los Documentos de trabajo: renta mínima, vivenda oficial, no a la guerra, un país sin ejército, soberanía alimentaria y energética, función social de la propiedad...
Si alguien quiere ver cómo puede ser regida una sociedad con principios y valores nuevaeranos, postmodernos y de la cultura de la muerte y del relativismo, aquí los tiene.
En la Iglesia Tarraconense, la situación aún es peor que la se describe, porque el cáncer afecta al núcleo interno de la propia estructura de fe, afectando a los sujetos principales, los consagrados de todo tipo, los teólogos y los profesores de religión y teología:
Eliminara. La Biblia y los Evangelios son novela simbólica y mítica
Según estos teólogos del método histórico-crítico, toda la Biblia, Antiguo y Nuevo Testamento, son a los efectos prácticos, un conjunto de novelas de estructura primitiva (géneros literarios), es decir, que se cuenta una mentira (una ficción) para revelar una verdad teológica (p.ej. el poder o el amor de Dios), inventando una falsa vida alternativa de Jesús, Pedro, Lázaro o Abraham, como una forma de explorar la vida humana o divina desde dentro (como Anna Karenina o Madame Bovary).
Los autores lo hicieron desde la más absoluta y radical buena fe; dichos autores pueden ser uno o colectivo, nominado o anónimo; la forma de redacción fue por inspiración del Espíritu Santo durante la meditación o la oración, y en el caso de los Evangelios, por las comunidades primitivas cristianas presente Jesús Resucitado en forma espiritual durante la oración y la acción litúrgica.
b. No existen las verdades de fe y moral divinamente reveladas, definitivas y seguras.
Éste es un punto que domina Sor Forcades y otros teoprogres. Al igual que la historia sagrada, las verdades católicas son irracionales, acientíficas, antihistóricas y no están encarnadas (no fueron vividas por nadie: la Virgen María nunca fue virgen después del parto por razones médicas), son sólo "explicaciones" teológicas dadas en un momento concreto de la evolución científica, ahora ya superadas.
No existe el demonio, el infierno, los juicios particular y final, la condenación eterna, el pecado original y mortal, el purgatorio, los efectos del bautismo y la confesión... porque no son racionales, científicos, históricos, lógicos y coherentes desde nuestra mentalidad.
En consecuencia, no hay herejía, ni apartamiento de la fe católica ni enseñanzas erróneas o peligrosas: lo que creamos en conciencia es lo único que vale; así, si creo que el purgatorio existe, existe "sólo para mí", pero si no creo en él, "no existe para mí".
Versiones más radicales niegan la Pasión, Resurrección, Ascensión y Parusía: son sólo símbolos que representan transformaciones de "mi" conciencia.
c. No existe el Magisterio ni la enseñanza ortodoxa
El Magisterio de los Papas y los Concilios carece de valor alguno, así como la doctrina de los Padres Orientales y Occidentales de la Iglesia, los doctores de la Iglesia, las enseñanzas de los santos y beatos, las revelaciones privadas y apariciones crísticas, marianas y angélicas.
d. No existe la mística y la espiritualidad católicas
No existen los carismas, gracias, dones y frutos del Espíritu Santo, ni los exorcismos, liberación y sanación; ni los milagros y curaciones; ni los fenómenos místicos y revelaciones privadas.
La opción fundamental es la pseudoespiritualidad oriental y nuevaerana, o las búsquedas personales e interiores de la verdad divina personal.
La desintegración del catolicismo
ResponderEliminarÉsta es la prueba del absoluto grado de autodestrucción y eclesiocatástrofe del nacionalprogresismo eclesial catalán y de la misma Iglesia Tarraconense, pues son dos católicos, Sor Forcades como monja contemplativa benedictina del monasterio de San Benito de Montserrat, y Arcadi Oliveres, presidente de la asociación de derecho canónico de la archidiócesis de Barcelona “Justícia i Pau”, los que impulsan este diseño satánico, contrario al plan divino, de sociedad anticatólica y pseudorreligiosa elevada a nivel constitucional por un futuro Estado republicano catalán.
Y demuestra el fracaso pleno, total y absoluto de todas las estructuras jerárquicas católicas de la Tarraconense: de la Conferencia Episcopal Tarraconense y de la Unió de Religiosos de Cataluña; del arzobispo metropolitano de Barcelona Cardenal Sistach, tanto por lo que hace a “Justícia i Pau” como el monasterio de San Benito de Montserrat; del obispo de Sant Feliu Mons. Agustí Cortés, de la abadesa M. Montserrat Viñas y de la propia comunidad benedictina femenina en relación con Sor Forcades.
Además demuestra que la Iglesia catalana está destruida completamente por el pecado interior, lo que implica el bloqueo de todo tipo de gracias divinas: vocaciones sacerdotales y religiosas, práctica de sacramentos, alumnos inscritos en clases de religión, donaciones vía IRPF.
Y evidencia la ceguera y sordera universal y general de toda la jerarquía católica tarraconense, tanto episcopal y religiosa, en un fallo sistémico y estructural catastrófico, lo que en definitiva muestra un desolador, triste y patético panorama general de una Iglesia necia, inepta e inútil.
La Iglesia catalana, opino, debería de hacerse a sí misma un análisis de conciencia, arrepentimiento y conversión a escala global: ya no puede continuar más por este camino de autoaniquilación de fe, moral, litúrgico, espiritual y disciplinar.
Aquí resuenan fuertes las palabras de Benedicto XVI a la Iglesia de Irlanda [1] dirigido, entre otros, a los sacerdotes pecadores, y recuerda el drama del sufrimiento de la Iglesia por culpa del pecado interior dentro de la misma Iglesia que reveló Benedicto XVI a los periodistas durante el vuelo hacia Portugal [2]:
“... Habéis traicionado la confianza depositada en vosotros por jóvenes inocentes y por sus padres. Debéis responder de ello ante Dios todopoderoso y ante los tribunales debidamente constituidos.
Habéis perdido la estima de la gente de Irlanda y arrojado vergüenza y deshonor sobre vuestros hermanos sacerdotes o religiosos. Los que sois sacerdotes habéis violado la santidad del sacramento del Orden, en el que Cristo mismo se hace presente en nosotros y en nuestras acciones. Además del inmenso daño causado a las víctimas, se ha hecho un daño enorme a la Iglesia y a la percepción pública del sacerdocio y de la vida religiosa.
Os exhorto a examinar vuestra conciencia, a asumir la responsabilidad de los pecados que habéis cometido y a expresar con humildad vuestro pesar. El arrepentimiento sincero abre la puerta al perdón de Dios y a la gracia de la verdadera enmienda...
[1] www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/letters/2010/documents/hf_ben-xvi_let_20100319_church-ireland_sp.html
[2] www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2010/may/documents/hf_ben-xvi_spe_20100511_portogallo-interview_sp.html
El PAPA ha pedido una Iglesia abierta con CONFESIONARIOS ACTIVOS las 24 horas para el día 28/29 de este mes, pide que sean muchas pero como mínimo una por arciprestazgo en las países católicos (España/Europa) o una por diócesis en los de Misión. Veremos que con suerte tendremos una en Barcelona osea que estamos fuera de Europa, MAS ya lleva turbante.
ResponderEliminarNo veo tan claro que el corazón del Papa Francisco esté plenamente de acuerdo con el magisterio de la Iglesia. Es mucho lo que habla de la abundancia de su corazón, al filo del magisterio, cuando no en sus antípodas. De lo contrario no se alegraría tanto por esa "teología de rodillas" (¿no será a rastras?) de Kasper, ni escurriría el bulto cuando le preguntan por la homosexualidad en la Iglesia, contestando por el homosexual concreto y pronunciando la auténtica divisa de su pontificado: "¿Quién soy yo para juzgar?" Si en vez de hablar claro y por no comprometerse remite al catecismo, es porque tiene esa manera tan suya y tan jesuítica de ser hijo de la Iglesia. Y lo del bien como cada uno lo entiende, y lo de no convertir a su interlocutor porque está contra el proselitismo... eso no es made in Santa Madre Iglesia, sino made in Bergoglio.
ResponderEliminarEs más interesante el rosario con el obispo descalzo que la iniciativa del confesionario 24 horas, aunque son parecidas.
ResponderEliminarNo tiene nada que un acto publico de desagravío, que es muy elogiable, con la recepción del Sacramento de la Penitencia, que te pone en paz con Dios y con uno mismo.
Eliminar