Capítulo 7º: La Nueva y Definitiva Alianza
Sant Crist d'Igualada |
El bien que Jesús nos revela es Dios. Nadie es bueno, plenamente bueno, sino Dios. Los hombres y las cosas tienen bondad en tanto se asemejan a Dios, porque retienen la huella de su mano creadora. Para conocer al Bien sin límites, hace falta contemplar a Dios, como fuente de donde brotan todas las cosas. Jesús nos ha venido a decir que Dios es Padre. No sólo ha pronunciado ante nosotros este nombre que revela la mayor intimidad en Dios, sino que nos introduce y nos sitúa a nosotros con Él, en su propio ángulo dentro dela Trinidad, desde donde Dios es contemplado y amado como Padre.
Jesús ha dicho “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Camino, porque únicamente pasando por Él podemos ir al Padre. Verdad, porque no podemos avanzar sin dejarnos iluminar por lo que Él es y lo que Él dice. Vida, porque su limitada presencia sobre la tierra servirá para introducir en la plenitud del Ser de Dios a todos los que lo reconozcan tal como es, a los que crean en Él.
Jesús es Camino siendo Verdad. Y es Camino y Verdad haciéndose accesible como Dios en una vida humana; para comunicar, desde esta vida humana, la vida eterna de Dios a todos los hombres que la deseen.
La muerte y la resurrección de Cristo son el centro de la historia sagrada. Todo el pasado y el futuro convergen hacia los hechos acaecidos en aquel espacio de tiempo que Jesús llamaba “su hora”.
Con la sangre de su Hijo, Dios rubricaba una alianza nueva. Los seguidores de Jesús habían encontrado el sepulcro abierto y sin el cuerpo del Maestro. Después lo contemplaron resucitado muchas veces. Lo vieron subir al cielo para dirigirse a la derecha del Padre. Se reunieron otra vez en Jerusalén, esperando aquel don misterioso que Jesús les había prometido. Vino el Espíritu Santo: un viento, un trueno, unas llamas, revelaron la nueva presencia de Dios entre los hombres. El Padre y el Hijo nos envían el Espíritu para que ilumine, guie, consuele, fortalezca y enardezca de amor nuestro espíritu.
La muerte de Jesús había coincidido con la fiesta de Pascua judía. La venida del Espíritu Santo con la fiesta judía de Pentecostés, es decir, la memoria del día en que Dios había promulgado la ley del Sinaí.
El pueblo de Dios no lo forma ya una raza privilegiada, hijos de Abrahán según la carne y la sangre de aquel que por su fe se había convertido en padre de los creyentes. Ahora entran en el pueblo de Dios todos los que se acercan a Jesucristo como piedra viva, rechazada por los hombres, pero escogida por Dios; todos los que creyendo que Jesús ha muerto y resucitado por nosotros, se prestan para ser piedras vivas para la edificación de un gran templo, donde Dios sea glorificado. Para formar una nueva comunidad, sin distinción de razas ni de lenguas, ni condición social; todos llamados a compartir el sacerdocio de Jesucristo, desde la condición bautismal, ofreciendo el holocausto espiritual de todos y cada uno de los hermanos, junto y a través del sacrificio memorial de Jesucristo: la Eucaristía. Por Cristo, con Él y en Él.
Del costado abierto de Cristo, ya muerto en la Cruz, había brotado sangre y agua. El mismo apóstol que lo contemplaba, san Juan, reconoció en aquella herida de la lanza, el manantial desde donde brotaba toda la vida sacramental. El agua y la sangre eran símbolo sobretodo del bautismo y de la eucaristía. La Iglesia nacía en aquel momento. De la misma manera que del costado del primer hombre, Adán, Dios había formado a su esposa, Eva, de la misma manera la esposa de Cristo, la Iglesia, nacía del costado de Cristo, y formaría una sola vida con Cristo, constituyéndose en Madre- Engendradora del Nuevo Pueblo de Dios.
La Iglesia aparece ante el mundo el día de Pentecostés, cuando aquella primera comunidad de seguidores de Jesús, embriagados por la dulzura del Espíritu, cantaban la gloria de Dios en todas las lenguas y eran poseídos de una fuerza persuasiva que les permitió ganar para Cristo algunos de aquellos mismos que lo habían perseguido exigiendo su muerte.
Fue entonces cuando los apóstoles se iniciaron en un nuevo conocimiento de Jesús, mucho más profundo y verdadero que el que habían podido adquirir cuando convivían con Él. Descubrían a Jesucristo en la luz divina que los iluminaba; lo descubrían más aún en el seno de la comunidad de los creyentes.
San Pedro, más tarde, no podía contener la admiración ante los nuevos cristianos, que aún sin haber visto al Señor ni haberlo escuchado directamente, lo amaban. Muchos de ellos tuvieron que dar la vida en testimonio de Jesucristo. De la misma manera que Jesucristo había muerto para atestiguar que era Hijo de Dios, ahora los mártires morirían para garantizar y acreditar que Jesucristo reina glorioso sentado a la derecha del Padre.
Dom Adalbert Puigseslloses, O.S. B.
Dom Adalbert Puigseslloses, O.S. B.
Prior de Sant Pere de Clarà
Dom Adalbert, gracias por su articulo de hoy.
ResponderEliminarDe su rico contenido téológico, quisiera meditar esa frase del Evangelio: ..."Del costado abierto de Cristo, ya muerto en la Cruz, había brotado sangre y agua."
"Como era la Parasceve, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, pues aquel sábado era un día grande, los judíos rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los quitasen. Vinieron los soldados y quebraron las piernas al primero y al otro que había sido crucificado con él. Pero cuando llegaron a Jesús, como le vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le abrió el costado con la lanza, y al instante brotó sangre y agua".
Fue entonces, cuando un soldado abrió la quinta herida en el cuerpo de Jesús. Con un golpe certero, de mano experta, le atravesó el corazón, y de él manó sangre y agua.
La quinta herida no es una herida de dolor, no busca matar o hacer sufrir. Jesús ya estaba muerto. Tampoco es solamente el deseo de certificar su muerte. Parece, un acto de compasión del soldado hacia el crucificado y hacia su Madre, que estaba al pie de la cruz. La costumbre era certificar la muerte de los condenados, rompiéndoles las piernas. Así se garantizaba la asfixia y se aceleraba la muerte. La escena sería terrible para todos. El centurión se compadece de María y querría ahorrarle un último sufrimiento. Cumple sin saberlo las profecías "no le será quebrado ni uno sólo de sus huesos".
Aquel soldado hace posible, al abrirle el costado, que Jesús muerto diga su última palabra sin palabras: "lo he dado todo por vosotros, hasta la última gota de la sangre de mi corazón". ¡Ahora ya sabéis lo que Amor!.
Juan añade su testimonio ocular: "el que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero; y él sabe que dice la verdad para que también vosotros creáis".
La sangre y agua que brota del costado abierto tienen un gran significado, además de ser el certificado de su muerte y de su donación hasta la última gota de su sangre. La sangre muestra el perdón divino que se derrama sobre los hombres en la nueva Alianza. El agua es el medio para acceder a esa nueva vida, muestra el bautismo que borra todos los pecados hasta el pecado original y hace hijos de Dios. Hijos en el Hijo, renacidos de la muerte del pecado para ser miembros de Cristo.