Capítulo 5: La Ofrenda Memorial y la Mesa de Amistad
Santa Majestat de Caldes |
La oblación memorial adquiría a menudo este carácter de súplica. Pero al parecer su principal sentido era la alabanza y la acción de gracias: los que celebraban el memorial revivían las obras maravillosas con que Dios había tenido providencia de su pueblo. Alababan al Señor y revisaban su propia actitud frente a las exigencias que requería la bondad divina.
La fiesta de Pascua, toda ella era un memorial. Renovaba la alianza mútua entre Dios y su pueblo. Era al mismo tiempo un testimonio de la fidelidad de Dios ante el mundo. Dentro de la Pascua, la cena ritual de la solemnidad constituía el memorial por excelencia. Alimentos, plegarias y actitudes, todo evocaba aquel pasado, gracias al que los fieles eran el pueblo de Dios. Además les hacía vivir proféticamente el gran día de la liberación definitiva en que el Mesías vendría.
Jesucristo instituyó la eucaristía dentro de la cena pascual. Tomó el pan ázimo y la copa del vino de acción de gracias, alimentos simbólicos de aquella cena, como signo expresivo de su sacrificio. Aquellos alimentos se convertían en su cuerpo y en su sangre. Y aclaró que cuando nosotros repetiríamos lo que Él acababa de hacer, celebraríamos su “memorial”. La ofrenda memorial que el nuevo pueblo de Dios presentaría al Padre sería su Hijo amadísimo, bajo los signos de la inmolación y la caridad extrema: cuerpo y sangre separados, entregados como alimento y como prenda de vida divina.
En la cena pascual, los judíos alababan y daban gracias a Dios, porque los había hecho un pueblo libre e insistían en la súplica para que les enviase un Mesías. El Mesías era Jesús. Vino ya, nos habló, murió por nosotros, resucitó y volvió al Padre. Vendrá otra vez en el fin de los tiempos. La eucaristía es el “memorial” de Jesucristo, por el que recordamos y revivimos su obra. Presentamos este memorial al Padre en un gesto de alabanza y de acción de gracias y en actitud de súplica, pensando en el día de su regreso.
Con la institución de su memorial, Jesucristo recapitulaba toda la historia del culto. Admitiendo el sacrificio tal como el ansia de los hombres lo había hecho evolucionar, se sometía a su realización más cruenta. Permitía que lo inmolasen como víctima. Moría condenado por blasfemo. Es cierto que la sentencia era la más injusta que nunca se había pronunciado pero le permitía atraer de esta manera, más visiblemente sobre sus hombros, el conjunto de la responsabilidad humana: “Esta es mi sangre derramada por una multitud en remisión de los pecados”.
Por otra parte, la crucifixión requería de Jesucristo un intensísimo holocausto espiritual: la humillación, el deshonor, los sufrimientos y la misma muerte se convertían en brasas sobre las que voluntariamente quemaba el incienso de la obediencia al Padre celestial y de la caridad extrema a los hombres.
Y ese Jesús que una vez para siempre ejecutó el sacrificio en toda su dramática realidad, y una vez en el cielo por su sola presencia delante de la faz del Padre, continua ofreciendo el holocausto espiritual, confió este mismo sacrificio memorial a los hombres, pero devolviéndolo a su forma más pura y más sencilla: transformado en ágape festivo.
Sin embargo ya no es el hombre que se ilusiona invitando a Dios a su mesa, sino que es Dios quien realmente prepara una mesa para el hombre, y allí le regala los dones de su propia vida divina.
Dom Adalbert Puigseslloses, O.S.B.
Prior de Sant Pere de Clarà
Dom Adalbert, gracias por el artículo de esa semana.
ResponderEliminarA través del mismo vemos el paso de la Antigua a la Nueva Alianza.
Pensar que tanto la institución de la Eucastía, como el sacerdocio al decir a sus discipulos: "Haced esto en memoria mía", como su pasión y muerte en la cruz, por obediencia al Padre y por un gran amor a nosotros, que quiso voluntarimente cargar con nuestros pecados, para redimirnos, creo que un motivo para que, a pesar de las asechanzas del diablo, tengamos la mirada siempre puesta en ese Dios que tanto nos ama y sepamos acudir al Sacramento de la Reconciliación, cuando tenemos la desgracia de caer en algún pecado.