AGUSTÍN DE HIPONA, EL CRISTIANIZADOR

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Siempre me ha impresionado la enorme talla de San Agustín. No sólo su talla religiosa, sino también su gran nivel humano; y dentro de éste, su singular estilo filosófico, que se transformó en una impresionante fineza teológica. En el fragor del desmoronamiento del imperio romano, fue capaz de darles la vuelta a la desmoralización de las gentes al ver que se les caía el mundo encima y a la inmoralidad desenfrenada que acompaña a todos los ocasos del poder y del orden establecido. Fue quizás el mayor de los colosos que se empeñaron en la gran obra de creación del hombre nuevo partiendo de los despojos de una civilización en ruinas. ¡Impresionante construcción de la Cristiandad!
Me salen al encuentro estas reflexiones al contemplar que esa misma Cristiandad, si hay que compararla a alguno de los actores del siglo IV de la era cristiana, soporta mejor la comparación con el imperio romano en plena decadencia, que con los grandes colosos que transformaron la sociedad volcándola hacia el cristianismo. A mayor razón cuando es la misma médula del cristianismo, su estructura jerárquica, la que se está inclinando a la moral más deletérea. El documento del Sínodo de los obispos italianos, o lo que sea, en su condición de Conferencia Episcopal, nos da una idea transparente de los bueyes con que nos toca arar. Y tampoco importa que no sea un documento definitivo con el que se sienta doctrina. No importa: que eso es una mera cuestión técnico-jurídica. Lo evidente es que esa Conferencia Episcopal (a la que por cierto pertenece la diócesis de Roma, es decir la del Obispo de Roma), esa Conferencia Episcopal está podrida. Y tampoco es irrelevante que esté representada también en esa Conferencia Episcopal, nada menos que la diócesis de Roma, corazón y cerebro de la Iglesia.
Viene a cuento esta comparación, porque hoy, como en el siglo IV, estamos asistiendo al desmoronamiento del sistema económico, político y moral que ha sostenido hasta hoy al occidente que antaño, gracias entre otros a san Agustín, pudo llamarse la cristiandad. Y es realmente estremecedor constatar mediante un análisis desapasionado, que la Iglesia ha sido (y en algunos aspectos continúa siendo) parte nuclear del sistema: de tal manera que fácilmente se entiende que haya sido el debilitamiento de la médula de esta sociedad, el que ha precipitado la ruina de toda ella. Evidentemente la Iglesia tenía la misión de mantener vivo el espíritu cristiano inspirador de los valores de la sociedad. Y al no cumplir con esa misión nuclear, la sociedad entera se nos ha venido abajo. Por eso no me parece acertado el análisis de que es el mundo el que ha corrompido a la Iglesia; sino que, por el contrario, ha sido y sigue siendo la Iglesia la que corrompe al mundo. Claro que suena raro que coloquemos a la Iglesia como locomotora de la corrupción del mundo. Miren, si no, pasen y vean el escándalo ¿de los abusos? No, el escándalo de la normalización y enquistamiento de los abusos de pederastia en el clero católico, gracias a la “complicidad” de toda la jerarquía eclesiástica en la ocultación, toda ella; y a veces cómplice en la comisión de esos abusos. En efecto, eso es ir por delante, eso es llevar delantera, eso es dejar muy atrás a Epson y compañía.
La Iglesia, por mal que nos sepa admitirlo, está embarcada desde hace más de medio siglo (el Vaticano II lo que hizo fue abrir las compuertas para dejar circular libremente en la Iglesia unas aguas fétidas frenadas con gran dificultad); está embarcada la Iglesia, digo, en un proceso de corrupción que ha estimulado la corrupción del mundo. He ahí el espectáculo de una Iglesia liderando y dando ejemplo. Véase, en efecto, el descomunal trasvase de clérigos postconciliares a la política: para corromperla. Y lo consiguieron en parte gracias a sus singularísimos sistemas clericales. Sí, sí, el clericalismo que condenó con tanta convicción el papa Francisco, consiguió envenenar una política cuasi clerical. Fue un descomunal trasvase de corrupción y degradación de la Iglesia a la política.
Y bien, es ahí donde estamos, en la evidencia del enorme esfuerzo de descristianización de sí misma y del mundo, que viene haciendo la Iglesia desde hace más de medio siglo. Es hiriente la falta de convicción cristiana y católica con que hablan y actúan infinidad de hombres de Iglesia: más escandaloso aún en los más altos niveles jerárquicos. Falta de fe, al fin y al cabo. Lo que, en los inicios del cristianismo, con san Agustín brillando con luz propia, fue una imparable fuerza de arrastre del hombre hacia Dios, vemos hoy, en lo que se va pareciendo cada vez más a sus postrimerías (¡Dios no lo quiera!), la más vergonzosa (¡o desvergonzada!) rendición de la Iglesia: pero no a las fuerzas del mundo, sino a las del pecado, excitado por el demonio y la carne.
El variopinto y multicolor liderazgo de la Iglesia anda dando tumbos no sólo al margen, sino decididamente al exterior de su doctrina, buceando y sumergiéndose en toda clase de opciones religiosas, con eso de que todas llevan a Dios. El antecedente lo tiene ya en cómo la religión multicolor hizo su entrada en la Iglesia primero con el pretexto del respeto a las personas, para acabar imponiendo el respeto a sus doctrinas (¡y a su Biblia tan originalmente leída!): todo por amor cristiano. Ese mismo camino está ya trazado para armonizar y hermanar la Iglesia católica con las demás instituciones religiosas. Primero comprenderlas, no rechazarlas ni establecer con ellas comparaciones odiosas (lo prohíbe la caridad cristiana); y luego abrazarlas en santa hermandad.
Y volviendo al excelso san Agustín, el más decidido fundador de la cristiandad a cuyas exequias asistimos, aguzamos todos nuestros sentidos en busca de algún Agustín que le ofrezca a la Iglesia esa fe y ese vigor que tan decisivos fueron para construir la Ciudad de Dios, es decir la cristiandad. Pero no, eso sería pedirle peras al olmo. Pasaron ya los tiempos agustinianos, la Iglesia no es árbol que pueda dar hoy esos frutos. Como decía el genial padre de la Iglesia, nos sumus témpora, quales sumus, tala sunt témpora. Los tiempos somos nosotros. Como somos nosotros, así son los tiempos. Y en el temporal que nos azota, nosotros somos la Iglesia: como somos nosotros, así es la Iglesia. Desde el papa, hasta el último monaguillo. No, no nos vale justificarnos en los malos tiempos. Los tiempos somos nosotros. Si somos buenos, los tiempos son buenos. Y si nosotros somos malos, malos son los tiempos. Sí, ciertamente estamos fabricando entre todos, desde el papa hasta la viejecita que desgrana las cuentas del rosario, uno de los peores tiempos de la Iglesia. Entre todos: unos por acción y otros por omisión.
Gracias a Dios, tenemos ante nosotros el espejo de la iglesia anglicana. La papisa con que les obsequiaron los obispos, se ha llevado por delante hasta el 80% de los fieles. Es un gran aviso de cara a las innovaciones a que están dispuestos nuestros altos jerarcas. La cuerda de la que tiran, acaba rompiendo por el punto más débil.  
Por cierto, al encontrarnos en plena celebración de los difuntos, con la implantación casi universal del paganísimo Halloween, fomentado también en los colegios religiosos, vale la pena recordar el empeño de san Agustín por erradicar las celebraciones paganas de los difuntos (¡entre los que ocupaban un lugar privilegiado los mártires!), acompañadas de comilonas y borracheras sobre sus tumbas, al estilo de las parentalia romanas. Uno de los objetivos de san Agustín fue desviar hacia los pobres, el gasto que conllevaban esas celebraciones. Pues como hoy el despilfarro en disfraces y celebraciones de puro consumismo. Pero esos eran otros tiempos. Quales sumus, talia sunt témpora.  
Virtelius Temerarius

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