
Forjados en la CONTRA. Contra Franco vivíamos mejor. Y contra la Iglesia, y contra el dogma, y contra la moral, y contra la liturgia. A la contra vivíamos mejor. Fue tiempo de heroísmo al que se apuntaron las masas con entusiasmo, presumiendo de que se habían atrevido a llevar la contra cuando, para hacerlo, se tenía que ser realmente valiente. Tampoco faltarán hoy, en la Iglesia, los nostálgicos que afirmen que “Contra Francisco vivíamos mejor”. ¡Y eso, en el bando de la ortodoxia! Los de contra los papas anteriores (en especial, contra Benedicto XVI), tuvieron su momento de gloria; pero son ya el pasado, e inexorablemente se han ido retirando: por imperativo biológico.
Cuando se promueve la transgresión (la violación de leyes y normas de conducta en las que se sostiene una sociedad; e incluso la desobediencia a la autoridad, por justificada que esté esa desobediencia; y siempre con el pretexto de ir a algo mucho mejor), es evidente que esa sociedad tiende a su extinción como tal sociedad. Lo que salga de ahí, ya no será lo mismo. Será otra cosa.
Y cuando se consiente y hasta se alienta la transgresión desde arriba, desde el poder, es señal evidente de que la sociedad en cuestión se está descomponiendo irremisiblemente. Y, ¡vaya cosa!, aunque en sus inicios no haya gustado explicitarlo, a eso es a lo que se le llama “izquierda” y “progresismo”. Y cuando la sociedad decae y se desmorona, resulta que la mayoría social se siente impelida a luchar contra el orden constituido: opta por la Reforma a la que llama “progreso”, por lo que se confiesa en su gran mayoría “de izquierdas” y vota en consecuencia. Es que vende mucho la transgresión (la valentía para transgredir). A mucha gente la hace sentirse “superior” a los demás, superior a los pobres e ingenuos dóciles, superior a los obedientes. Es el orgullo de “la superioridad de la izquierda”, es la audacia de la contestación en la que éstos se sienten tan confortables. Y siempre prometiendo diversas formas de paraísos. Siempre siempre van de benefactores de la humanidad. Van, obviamente, hacia el monopolio del bien.
Admitamos (lo cual es mucho admitir) que la existencia de un movimiento de izquierda es saludable en la política. Admitamos que tanto los conservadores de los valores sobre los que está construida la nación, como los progresistas que entienden que las leyes no tienen por qué ser inmutables; admitamos que tanto unos como otros buscan el bien de la nación, pero lo entienden de forma diversa. ¿Pero acaso es aplicable esa visión a la Iglesia? ¿No les corresponde a los valores religiosos ser más estables que los políticos? ¿No les corresponde ser precisamente inmutables?
Pues no. He aquí que, a imagen y semejanza del mundo, en la Iglesia se asentó la idea de que era buena la existencia de una disidencia, de una izquierda, de una oposición al poder constituido. Y a partir de esa idea tan corrosiva, oficializada en el Vaticano II, vino la debacle. ¿La Iglesia con una fuerza de oposición a la autoridad legítima? ¿La izquierda al asalto del poder? Pues así lo hemos vivido. La liturgia (incluso contra el Concilio) es el gran ejemplo.
El caso es que la Iglesia (oficialmente a partir del Concilio Vaticano II) derribó de raíz los muros que contenían las normas, empezando por las litúrgicas, y estableció de hecho la más amplia discrecionalidad a gusto de cada celebrante. Si no era esa su intención, que tampoco es el caso, eso es lo que tiene hoy la Iglesia: y por lo visto, se siente muy a gusto con ello, porque lo consiente sin rechistar (bueno, sí que rechista ostentosamente la parte más poderosa de la Iglesia, pero contra los conservadores). Y claro, detrás de la transgresión litúrgica, vino por sus pasos la transgresión moral. Y esa, sí que se ha notado. Ha venido haciendo tremendo estruendo.
El caso es que la Iglesia (oficialmente a partir del Concilio Vaticano II) derribó de raíz los muros que contenían las normas, empezando por las litúrgicas, y estableció de hecho la más amplia discrecionalidad a gusto de cada celebrante. Si no era esa su intención, que tampoco es el caso, eso es lo que tiene hoy la Iglesia: y por lo visto, se siente muy a gusto con ello, porque lo consiente sin rechistar (bueno, sí que rechista ostentosamente la parte más poderosa de la Iglesia, pero contra los conservadores). Y claro, detrás de la transgresión litúrgica, vino por sus pasos la transgresión moral. Y esa, sí que se ha notado. Ha venido haciendo tremendo estruendo.
Sí, claro, el Concilio Vaticano II puso de moda los curas, los obispos, los fieles (¿y hasta los papas?) progresistas, reformadores “de izquierdas”, dispuestos a abrazarse a la Reforma de Lutero, e incluso a superarla. El Concilio Vaticano II abrió la época en que ser conservador y tradicionalista, estaba cada vez peor visto en la Iglesia. Lo guay (que pronto se convirtió en gay: ¡toma transgresión!), lo fetén era ser del bando de los que en tiempos de Lutero se llamaron Protestantes, los transgresores de oficio. ¡Tremendo lo que se llegó a transgredir! Todavía está la Iglesia jerárquica intentando “gestionar” (tras su gloriosa gestión de silencios y encubrimientos cómplices) los abusos en los que se enfangó. Trabajo más hercúleo que limpiar los establos de Augías. Se requiere que los encubridores de ayer se conviertan en los delatores de hoy. Pero eso no funciona.
Y he aquí el fenómeno que supera hoy la media intelectual de los hombres y mujeres de Iglesia: cuando se socavan los tres primeros mandamientos (y a ese plano corresponde la liturgia), los demás mandamientos caen inexorablemente. Si Dios no queda a salvo, el hombre está perdido. Que sí, que sí: tan inexorable como la ley de la gravedad.
Pongo el ejemplo de España por ser el más inteligible para nosotros: porque lo hemos vivido y lo seguimos viviendo. La transgresión (primero política) se convirtió en una especie de necesidad vital. Se puso archi-de-moda ser transgresor. Las élites del país se apuntaron a la transgresión. Era el deporte favorito. Y entre las élites no pudieron faltar los jerifaltes de la Iglesia, instalada en aquel entonces en el nacionalcatolicismo.
Y he aquí el fenómeno que supera hoy la media intelectual de los hombres y mujeres de Iglesia: cuando se socavan los tres primeros mandamientos (y a ese plano corresponde la liturgia), los demás mandamientos caen inexorablemente. Si Dios no queda a salvo, el hombre está perdido. Que sí, que sí: tan inexorable como la ley de la gravedad.
Pongo el ejemplo de España por ser el más inteligible para nosotros: porque lo hemos vivido y lo seguimos viviendo. La transgresión (primero política) se convirtió en una especie de necesidad vital. Se puso archi-de-moda ser transgresor. Las élites del país se apuntaron a la transgresión. Era el deporte favorito. Y entre las élites no pudieron faltar los jerifaltes de la Iglesia, instalada en aquel entonces en el nacionalcatolicismo.
Efectivamente, primero fue la transgresión contra el franquismo: la mitad de España (y con ella, la Iglesia) que por múltiples razones estaba a favor del régimen, calló; y dejó medrar a la otra mitad (es mucho decir) que lo combatía. Pero he aquí que, como el franquismo había abrazado con entusiasmo la causa nacional, resultó que luchar contra el franquismo se convirtió en luchar contra la nación. Y los nacionalistas españoles callaron. Y como el régimen era denominado “nacionalcatolicismo” (y de hecho, lo era), resultó que luchar contra Franco fue luchar contra la nación; y luchar contra la nación vino a ser también luchar contra el catolicismo. ¿Y quiénes fueron los más aguerridos en esa lucha, sobre todo en las regiones que ya estaban contra la nación (es decir contra España)? ¡Pues quién iba a ser! Los curas y los obispos. ¿Luchando contra qué? Pues contra ese totum revolutum que eran Franco, la Nación y la Iglesia.
¿Y qué fue lo más ostentoso y duradero de toda esa movida? Pues nada más y nada menos que la lucha de la gente de Iglesia (obispos, curas, frailes y monjas, más los seglares clericalizados), contra la Iglesia, clamando estentóreamente por su Reforma (es decir, por su protestantización) y por su mundanización (a la que seguían, por inercia, la demonización y la carnalización: es el trío inseparable).
¿Y qué fue lo más ostentoso y duradero de toda esa movida? Pues nada más y nada menos que la lucha de la gente de Iglesia (obispos, curas, frailes y monjas, más los seglares clericalizados), contra la Iglesia, clamando estentóreamente por su Reforma (es decir, por su protestantización) y por su mundanización (a la que seguían, por inercia, la demonización y la carnalización: es el trío inseparable).
Pues sí, nos ocurrió que, empeñados en limpiar España de la suciedad que había acumulado con el franquismo, tiramos el niño con el agua sucia: nos deshicimos del franquismo y de España. Sí: ir contra Franco se convirtió en ir contra España. Y de paso, contra la Iglesia. Porque la criminal historia de la Segunda República (sólo en Cataluña, más de 8.000 asesinatos de curas, monjas y católicos de a pie, sentenciados por el llamado San Lluis Companys, presidente a la sazón de Cataluña), hizo que Franco fuera el salvador de la Iglesia. El único posible.
Bueno, y para abreviar, hoy tenemos a la Iglesia española (es decir, los mandos de la Iglesia) entregando el gran símbolo de la cristiandad, de la unidad de la patria y de la reconciliación definitiva de los españoles, a los amigos de toda transgresión (tanto política como religiosa y moral) en España. Para “resignificar” el símbolo. Sin la cruz, que podría despistar a unos e irritar a otros. Sí, los obispos plenamente de acuerdo y tirándole de la levita al papa para que firme la capitulación.
Virtelius Temerarius
Bueno, y para abreviar, hoy tenemos a la Iglesia española (es decir, los mandos de la Iglesia) entregando el gran símbolo de la cristiandad, de la unidad de la patria y de la reconciliación definitiva de los españoles, a los amigos de toda transgresión (tanto política como religiosa y moral) en España. Para “resignificar” el símbolo. Sin la cruz, que podría despistar a unos e irritar a otros. Sí, los obispos plenamente de acuerdo y tirándole de la levita al papa para que firme la capitulación.
Virtelius Temerarius