Barcelona, ciudad de Gaudí, llena de resentimientos y contradicciones, recibió en 2015, por obra y gracia de su amistad con el papa Francisco, a Don Juan José Omella como su nuevo arzobispo. Luego, cual correspondía a la plaza regalada, vendría el altísimo don del cardenalato.
Venía de tierras aragonesas. Bueno, hasta en eso había truco: tierras aragonesas sí, pero arteramente catalanizadas; gozando de una heroica catalanidad lingüística con la que el nuevo arzobispo de Barcelona, sin ser propiamente catalán (lo cual hubiese sido grave afrenta para el singular movimiento catalanista implantadísimo en la iglesia catalana), lucía la aureola de un catalanismo imperialista y heroico.
Don Juan José traía puesto el aire de pastor sencillo de no quiero enemigos sino amigos; no trincheras, sino puentes; no codazos sino estrechamiento de manos. Y para dar fe de todo ello, lucía esa sonrisa de seminarista eterno.
El Papa Francisco lo había elegido como hombre de diálogo y conciliación; pero en la diócesis barcelonesa, donde los silencios pesan más que las palabras, el diálogo se convirtió en permanente monólogo. No, don Juan José sólo se escuchaba a sí mismo: si hubiese escuchado al visitante, hubiese tenido que responder de alguna manera; pero no, ni escuchaba ni respondía. Nadie más que Don Juan José pudo chistar. Y el que lo hizo, la pagó.
Omella aterrizó en la Ciudad Condal como quien llega a casa ajena con la maleta seguramente llena de buenas intenciones y la agenda bergogliana bajo el brazo. Sabía y practicaba muy bien ese precepto eclesiástico de “bene ese cum priore”, llevarse bien con el que manda. Ése fue su lema vital, el que le permitió flotar (bueno, salir a flote) en todos los conflictos, ya fuesen religiosos, ya políticos: jamás de los jamases se le ocurrió ser un obstáculo, ni siquiera un soplo de contradicción para los que mandan. Lo suyo fue siempre, ante el poder, estrechar manos y prodigar sonrisas.
Su pontificado ha sido una mezcla de prudencia diplomática y desconcierto pastoral. Los fieles esperaban un pastor, pero recibieron un gestor. No olvidemos que a su genio gestor se debió el prodigio de más de 30.000 inmatriculaciones para el patrimonio inmobiliario de la Iglesia española. Las dos mil y pico correcciones para subsanar actos de piratería pura y dura, fueron una fruslería. Y en lo del encargo de la auditoría sobre las responsabilidades de la Iglesia en el tema de los abusos, a un prestigioso bufete de abogados, no se lució tanto. Hay división de opiniones sobre el acierto o desacierto de ese encargo. Pero también de ahí salió a flote.
En cuanto a las parroquias, cada vez más vacías, se llenaron de protocolos, comisiones y comunicados. El Evangelio, mientras tanto, siguió esperando en la sacristía.
Durante los años del procés, Omella intentó jugar al equilibrista entre la Moncloa y la Generalidad. Visitó Roma, pidió mediación; no se sabe muy bien qué hizo, pero acabó siendo el cardenal que no molestaba a nadie. Ni a Rajoy ni a Puigdemont, ni asus muy honorables antecesores. Pero tampoco llegó a molestar a los católicos que, domingo tras domingo, buscaban en la homilía algo más que una nota de prensa. El púlpito se convirtió en atril, y el pastor diocesano en portavoz. No, claro que no: los fieles de a pie nunca encontraron nada de qué quejarse, si no fuese por el ligero tropiezo del Espíritu Santo (aclaración: no fue el Espíritu Sano quien tropezó, sino Omella).
Durante la pandemia cerró a cal y canto las iglesias al socaire de las indicaciones de un gobierno que nunca las dio: por lo que el supremo jefe de la Iglesia española y pastor de la Iglesia barcelonesa, entendió lo que mejor le pareció, totalmente en línea con lo que le fue pareciendo al gobierno. Y los fieles ahí en medio, confinados y olvidados por unos pastores deseosos de agradar al Estado que les subvenciona.
El estilo de D. Juan José, estilo sobrio y contenido, contrastó con la efervescencia litúrgica de sus predecesores. Las procesiones se acortaron, los cantos se apagaron, las oraciones se redujeron a reverente rumor y la Sagrada Familia se convirtió en escenario de ordenaciones sacerdotales que parecían más actos institucionales que celebraciones de fe. En su última ordenación, Omella confesó: “No sé si será la última que hago en Barcelona”. Y muchos pensaron: “¿Alguna vez empezó realmente?” ¡Oh, sí, milagro!, terminaba la faena sin haberla empezado.
La pastoral juvenil languideció, los seminarios se vaciaron, y las vocaciones se convirtieron en reliquias. Mientras tanto, el cardenal presidía la Conferencia Episcopal Española, desde donde lanzaba mensajes de unidad y esperanza, que en Barcelona sonaban como ecos lejanos de un país remoto y ajeno. La diócesis, con su alma dividida entre la tradición y la modernidad, se quedó sin brújula.
Omella, el cardenal que pudo ser Papa pero no quiso, se prepara para su jubilación. Quizás en abril, cuando cumpla 80, o tal vez en junio de 2026, cuando se celebre el centenario de Gaudí. Sea como sea, su legado será el de un pontificado discreto, sin demasiado escándalo público por su sintonía con Bolaños, pero también sin milagros. Como el Cojo de Calanda, muchos esperaban una curación, una señal, una renovación. Pero lo que llegó fue una administración.
Y así, entre la misericordia y el protocolo, el cardenal Omella se despide de Barcelona. No con un portazo, sino con un suspiro. Porque en esta diócesis, donde el incienso se mezcla con la indiferencia, el verdadero milagro sería volver a creer.
Gerásimo Fillat
Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, raro sería que no se metieran contra Catalunya.
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