El derrumbe de la Iglesia (daltabaix, decimos en catalán) que trajo consigo el Concilio Vaticano II, no se produjo por generación espontánea. Venía cociéndose ya lentamente desde la fatídica Ilustración, que fue penetrando el tejido clerical empezando por los clérigos más encumbrados precisamente en el mundo de la teología. Con el modernismo se consideró sumamente meritoria la innovación teológica (de hecho, el sometimiento de la teología, cada vez más acomplejada, a la ciencia, para que no sonase discordante: no la ciencia, sino la teología). Una innovación que estuvo a cargo de las mentes más brillantes. Recordemos a Teilhard de Chardin (1881-1955), tan controvertido, que teologizó la geología y la antropología: no arrastrando a estas disciplinas hacia la religión, sino poniendo a ésta a los pies de una “ciencia” con tintes poético-metafísicos.
Y lo absolutamente inevitable es que estas novedades llegasen a los seminarios: primero a los más innovadores, para acabar llegando a casi todos, con lo que no pararon de ganar terreno esas novedosas doctrinas. El caso es que las grandes innovaciones teológicas (mayormente de la mano de jesuitas: la élite de la Iglesia) han llegado hasta la soez teología del cardenal Fernández. Una vez abierto el camino a la innovación teológica (y luego vino a rastras la litúrgica), ya no sabes hasta dónde podemos llegar.
A propósito de la crisis postconciliar de la Iglesia, la que estamos viviendo ahora, me ha resultado muy ilustradora una referencia de 1930, evidentemente preconciliar, a una tendencia que ya en ese tiempo se abría camino en los grandes núcleos doctrinales. Me he tropezado con ella al repasar la Praefatio ad lectorem de una interesante edición de las Confesiones de san Agustín, en latín, que tengo como libro de cabecera, destinada por tanto a los clérigos y en todo caso a los seminaristas.
Siendo su primer nihil obstat de 1930, es presumible que, en el párrafo que destaco, se refiera a problemas que tenían ya cierto recorrido en la Iglesia y que estaban sometidos a crudo debate. Se refiere a prácticas religiosas sobre cuya conveniencia se esgrimen severas objeciones. Tan severas como para tildar esas prácticas de superstitionis pontificiae impia deliria: “impíos delirios de la superstición pontificia”. Agrio, muy agrio tenía que ser el debate, para calificar esas prácticas religiosas de delirios impíos.
“Los que fluctúan en la fe –dice el P. Wangnereck S. J. en su Praefatio ad lectorem- o se adhieren a la secta de Lutero, de Calvino u otras, encontrarán desde el libro tercero hasta el octavo, muchos FRAUDES comunes con los maniqueos y con todos los sectarios, y se sorprenderán de haber incurrido en los mismos o en otros semejantes”.
Es que las desviaciones doctrinales que padece hoy la Iglesia católica, y que se llevan con tanto orgullo, como grandes y necesarias innovaciones, no distan mucho de las que lideró Lutero: tan apreciado y comprendido en el catolicismo postconciliar, que hasta se ha llegado a erigirle una estatua en el Vaticano. No sólo eso, sino que a raíz del Concilio Vaticano II hemos vivido (muchos, con enorme exultación; otros, con angustia) el audaz acercamiento de la venerable liturgia católica de la Misa, a la no-liturgia protestante. Lo impresionante es que todos estos movimientos son liderados por ínfimas minorías poderosas de teólogos y liturgistas. Ahí está el affaire de Traditionis custodes.
Y viene a decir Wangnereck a continuación, en su Praefatio ad lectorem (yo diría que metido a calzador), que, si los lectores valoran a san Agustín en lo que deben (si tanti faciunt quantum debent), caerán en la cuenta de que las prácticas referidas a continuación, no son “impíos delirios de la superstición pontificia. Para ello bastará que se sirvan de los mismos medios de que se sirvió san Agustín para indagar la verdad” (modo iisdem quibus S. Augustinus, ad veritatem indagandam, mediis utantur).
He aquí la lista, ciertamente limitada, pero muy significativa, de lo que en 1930, y quizá bastante antes, los progres del momento, los críticos, consideraban “impíos delirios de la superstición pontificia”:
SIGNUM CRUCIS (la señal de la cruz; la primera, en la frente),
MISSAE SACRIFICIUM (el sacrificio de la Misa; ¿Impío delirio? Tremendo, ¿no?),
SANCTORUM CULTUM (el culto de los santos),
RELIQUIARUM VENERATIONEM (la veneración de las reliquias),
VOTUM CASTITATIS (el voto de castidad; ya iban preparando el terreno),
ORATIONEM PRO DEFUNCTIS (la oración por los difuntos),
aliaque similia (y otras cosas semejantes; hoy añadiríamos el rosario (que tiempo hubo en que sólo clandestinamente podía rezarse en algunos seminarios), las novenas, la adoración eucarística y un largo etcétera comprendido en el aliaque similia),
NON ESSE SUPERSTITIONIS PONTIFICIAE IMPIA DELIRIA, (no son impíos delirios de la superstición pontificia) SED CATHOLICAE RELIGIONIS ACTUS ET EXERCITIA (sino actos y ejercicios de la religión católica), VETERIS ECCLESIAE auctoritate ac consuetudine subnixa. (sujetas a la autoridad y a la costumbre de la vieja Iglesia).
¿Qué tenemos, pues, aquí? Pues lo que tenemos es que, probablemente medio siglo antes del Concilio Vaticano II, las aguas venían muy crecidas y anunciaban la bravía tormenta en que estamos metidos hoy.
Obsérvese que entre las prácticas que los filoprotestantes consideraban impíos delirios de la superstición pontificia, está nada menos que el Sacrificio de la Misa. Y parece que se han salido con la suya, porque a imagen y semejanza de los protestantes a los que nos teníamos que acercar, la Misa ya no es el “sacrificio de la Misa”, sino la asamblea de los fieles en que se celebra “la Eucaristía”, el banquete eucarístico. A eso se ha acercado el lenguaje a enorme velocidad. Y a esa misma velocidad, a la que nos descuidemos, de las palabras de la Consagración quedará tan sólo el relato: como en la no-misa protestante. ¡Sin cambiar ni una palabra! Es a lo que aspiran los fervientes protestantizadores de la Misa.
Es que el auténtico tema de fondo en cuanto a la misa, no es si se celebra en latín, si es de cara al pueblo, sino si la Iglesia conserva la Misa de siempre como su más valioso e irrenunciable tesoro, o si a fuerza de ir despojándola de los caracteres que le son propios y que la definen, acaba convirtiéndola en una “misa protestante”, en una no-misa.
Y en cuanto al voto de castidad, ya hemos visto cuál era la estación de destino de su anulación. A ella hemos llegado, y la Iglesia boqueando en el cieno.
Virtelius Temerarius