El anuncio de la Buena Noticia es el de la venida del Redentor. Sin embargo San Marcos no se limita a anunciar un acontecimiento tan extraordinario, sino que citando el Antiguo Testamento, exhorta a prepararnos interiormente para recibir al Señor, que por su parte, nos concede una ayuda: “Mirad que mando a mi mensajero delante de mí, para que prepare el camino”. Este camino está señalizado por un “bautismo de penitencia en remisión de los pecados”. No obstante es solo un signo porque Juan bautiza con agua, mientras el Salvador “bautizará con el Espíritu Santo”. El anuncio es pues una renovación completa del hombre que para acogerlo ha de olvidarse de recorrer los viejos caminos. En una palabra: es necesario que se convierta.
“Preparad el camino
al Señor, allanad sus senderos”. Ese aplanar denota un confiarse a la voluntad
del Padre, un evitar construirse sobre las propias presunciones y fundarse
sobre los propios lucros. Evidencia una paz interior que únicamente puede
llegar a partir del seguimiento de la voluntad del Señor. Al parecer sólo las
enseñanzas de Dios pueden saciar completamente al hombre. Por ello “acudían a
Él desde toda Judea”. Hay un consuelo en esta petición de sacrificio y de
conversión de la que tiene necesidad el corazón humano. Es una invitación, como
dice Isaías, que habla al corazón de Jerusalén y hace posible que todo aquello
que es accidentado se convierta en uniforme, que se allane todo lo escabroso.
Y de aquí la
invitación a anunciar al Señor sin temor: “alza la voz con fuerza…alza la voz y
no temas” Este anuncio es para todos y será beneficioso para todos. El
Salvador, como si de un pastor se tratase, viene para cuidar a su rebaño. Viene
y nosotros lo esperamos confiadamente. Vino y volverá. Esto es lo que nos
recuerda san Pedro en la epístola de hoy. En primer lugar exhortándonos a no
pensar que la palabra del Señor sea una palabra vana: “Él no retarda el
cumplimiento de su promesa”. Más tarde nos invita a tener presente que las
promesas se realizan según los tiempos de Dios: un día a sus ojos son como mil
años y mil años como un solo día.
Su concepción del
tiempo es sinónimo de su paciencia, no queriendo que nadie perezca sino que
todos hagan penitencia. Por esta razón más allá de este Adviento litúrgico
existe un Adviento final, escatológico, que vendrá inesperadamente, como los
tiempos del Señor. Vendrá como un ladrón, inesperadamente. Entonces los
elementos se disolverán, es decir, los horizontes y perspectivas del mundo se
volverán vanos, porque todo esto es necesario que se disuelva.
En esta espera hemos
de esforzarnos en ser “hallados en paz” sin afanes mayores de los debidos.
Realmente esperamos unos cielos nuevos y una nueva tierra. San Pedro nos
recuerda que todo esto no es un sueño y por ello él también nos habla de la
necesidad de conversión: el Señor es paciente con nosotros. De aquí su
lentitud. Nos exhorta de todas las maneras posibles a la conversión de nuestras
obras de maldad porque estas no tienen cabida en su diseño de salvación y hemos
de dejarlas de lado de manera inexorable. De ahí la invitación a la santidad de
la conducta y de la piedad que debe ser la característica de nuestra espera.