Decimos «hacer las cosas con prisa» o apresuradamente. Cuando por medio está Cristo, parecería desoír aquella antigua certeza que se nos enseñó en la catequesis parroquial: Dios tiene mucha paciencia. Muchas veces se nos exhorta a no hacer las cosas con prisa porque, al menos así nos lo han enseñado, la prisa es mala consejera. Pero, ¿y si es Dios el que hace las cosas con prisa? Entonces las cosas cambiarían drásticamente, porque que Dios haga las cosas a todo correr puede causar una gran confusión a la humanidad. Ciertamente no hemos calculado que a veces Dios hace las cosas apresuradamente, alocadamente, permitidme la expresión. Sería sacar a Dios de la trama de lo previsible, anticipar unas cuentas que no cuadran. Pero ciertas cosas de Dios hechas apresuradamente no son por casualidad ni improvisaciones: son sólo acelerones embarazosos respecto a la velocidad de los razonamientos del hombre.
Había un usurero, su nombre era Zacheo: aquel día Dios hizo las cosas apresuradamente. «Baja a prisa, hoy debo hospedarme en tu casa». Mucho antes había una mujer de nombre María, anticipo de miles de caminantes, ella también hizo las cosas con prisa: se puso en camino y viajó con prisa a casa de su prima Isabel. O como Pedro y la tripulación de pescadores: aquella vez fueron ellos, segregados con una mirada, a hacer las cosas con prisa: «en seguida, dejadas las redes y las barcas lo siguieron». Acelerones en el sentido más genuino de la expresión, que pertenecen a la jerga de los enamorados.
El evangelio es la celebración de la paciencia: ciertas páginas sin embargo, trasmiten una prisa que incomoda, que incluso provoca angustia y rubor. Es la prisa de Dios: hay una urgencia y las cosas se hacen rápidamente, incluso a riesgo de provocar un desgarro en el grupo que lo sigue. «Hoy estarás conmigo en el Paraíso»: el imperdonable acelerón de Dios. Para que pasen Zaqueo y la Magdalena, Leví Mateo y Simón Pedro. Para que pasen también la adúltera y la samaritana pluricasada. Pero lo de hoy es demasiado: aquel ladrón empedernido no merece el Paraíso. Aquella prisa divina de cogerlo del brazo y acompañarlo a la inauguración del Paraíso, no tenía razón de ser: fue el acelerón nunca perdonado a Cristo. Dimas, el primer santo de la historia canonizado por Cristo apresuradamente: una página del Evangelio escrita alocadamente. La prisa de aquel Viernes por la tarde fue sinónimo de Amor. En agradecimiento por haber recibido la más luminosa de las adoraciones de aquel sinvergüenza empedernido que estaba muriendo junto a Él. Nada de auto–conmiseración, nada de gimoteos, tanto menos adulaciones. Simplemente una mirada y una confidencia: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino». Como si dijese: «Tú sí que eres inocente. Y además eres Rey, mi Rey». Palabras que encienden la prisa en el corazón del Crucificado: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso»
Es la prisa del Amor, que no deja escapar la ocasión, que se infiltra por la rendija desde hace tiempo atisbada, que arranca la gracia a la desgracia, que reescribe los déficits de una entera vida, por aquella admisión de culpa y de realeza. Cristo tiene paciencia: porque ciertas existencias para ser consolidadas, necesitan largos periodos de asentamiento y reeducación. Sin embargo a veces Cristo tiene prisa: cuando el hombre está ante las fauces del mal, basta una mirada y Cristo se apresura. Que no significa hacer las cosas ni de pasada ni por casualidad, sino hacerlas con la mirada del Amor: que consigue leer allí donde la mirada del hombre no lo consigue. En aquel abismo de la conciencia donde está impreso de manera patente el Evangelio: el abismo que invoca al Abismo. Un día el Señor dijo: «los pecadores y las prostitutas os precederán en el Reino de los Cielos. Lo explicó con los gestos de la paciencia, pero el hombre no comprendió. Un día obró con prisa: y abrió el Paraíso con el menos cotizado de los hombres. Un perfecto hombre de periferia. Regnavit a ligno Deus! Aquel día Dios reinó desde la Cruz.