Tiempo de Penitencia

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Creo que fue el papa Juan XXIII el que redefinió la penitencia (del latín, + apenarse, infligirse penalidades), abandonando el término latino y volviendo al original griego metánoia (+ cambio de opinión, conversión), haciendo más hincapié en la conversión del corazón que en las prácticas penitenciales (“misericordia quiero, y no sacrificios”). Y sí, al margen de que nuestra Cuaresma (coincidiendo este año con el Ramadán, que tanto respeto y admiración concita) sea tiempo de penitencia, ya muy residual, vale la pena recordar que en todo caso la penitencia no es un fin en sí misma, sino un medio para volver nuestra alma a Dios y revisar si nuestra vida se acomoda a su proyecto de redención para el hombre. 
 
Por cierto, deberíamos fijarnos en que el Ramadán (con su severa penitencia) es el más potente aglutinador del mundo musulmán: como lo fue en tiempos la Cuaresma en la cristiandad. Y ya, para redondear el panorama, tenemos la línea de sacrificios a la que se lanzan los que se emplean a fondo en cuidar su cuerpo. Y en esa línea, el ayuno ocupa un lugar destacado. No para de crecer, pues, el prestigio del ayuno y de todo género de abstinencias. 
 
En esta primera Cuaresma de postpandemia, con la perspectiva de una Semana Santa ya en plena normalidad, no estará mal hacer algún ejercicio de metánoia, de revisión de la conducta que hemos seguido en el aspecto religioso durante la pandemia (¿parecida a la de los musulmanes?), por ver si todo han sido aciertos, si no hemos aprovechado la circunstancia para relajarnos y darnos algunas comodidades que no nos habíamos permitido hasta el momento; en fin, ver si no nos hemos hecho trampa. Porque resulta que en el ámbito sanitario y en el laboral, ha ocurrido de todo: los positivos propios y cercanos nos han dado la oportunidad de gozar de algunas bajas que a más de uno le han ido de maravilla para darse un respiro en sus obligaciones. Y bueno, dispuestos como estamos a engañarnos (y expuestos a que nos engañen), ha habido cuarentenas de todos los colores.
 
 
 
También conviene hacer ese examen de conciencia en lo que respecta a la Iglesia, pues a imagen y semejanza de lo ocurrido en la actividad económica y laboral, no está clara la proporción entre la causa y sus efectos. A la vista del severo vaciado de las iglesias que se mantiene (que mantenemos entre todos) en términos alarmantes incluso después de la pandemia, cuyos rebrotes y oleadas van siendo cada vez más débiles, da la impresión de que esa generosa dispensa del precepto dominical que proclamó nuestro arzobispo “mientras dure esta situación de grave crisis sanitaria actual”, son muchos los fieles que la han ido prorrogando y no ven el día de volver al precepto dominical. Y quien dice el precepto dominical, dice el Vía Crucis o el Rosario, quien frecuentaba en la iglesia estas prácticas, y ahora las ha dejado de lado. La jerarquía les dio la baja de asistencia a misa, y no ven el día de reincorporarse a las prácticas religiosas habituales. Al contemplar este dramático vaciado de las iglesias, le da a uno por pensar si no ha sido finalmente la Iglesia (y en general, la práctica religiosa) el sector más afectado por la tremenda barrida que ha hecho la pandemia en nuestra sociedad. 
 
Parece evidente, llegado el momento de las estadísticas ya adecuadamente decantadas, que la pandemia no ha tenido per se entidad suficiente para el descomunal revolcón económico, laboral, social y sanitario que se ha producido en su nombre. Sobre todo si se compara con otros fenómenos sanitarios análogos que se han producido tanto en la historia más reciente como en la más remota. La respuesta en todos estos ámbitos ha sido a todas luces desproporcionada. Con las estadísticas en mano, es difícil negar esta evidencia. 
 
Lo que parece evidente también, es que universalmente prevaleció el principio de que cuando se trata de preservar la salud, nada es demasiado: de tal manera que es mejor pecar por exceso que por defecto. Y que hay que asumir con resignación, y hasta quizá con la satisfacción del deber cumplido, el precio que resulte: en este caso, el desplome de la economía, que a nivel estadístico es todavía soportable; pero que para muchísimos miles de personas, ha sido un auténtico derrumbe. Y por lo que afecta a la Iglesia y a la práctica religiosa, el singular vaciado de las iglesias, con el consiguiente enfriamiento de las prácticas religiosas y quién sabe si también el enfriamiento de la fe.
 
Aparte del tremendo castigo que ha representado la pandemia para algunos sectores (en general, los más modestos), es muy llamativa la transformación que ha producido en el sector sanitario, que conformaba una de las mejores organizaciones sanitarias del mundo. Contaba este sector con la plena confianza de la ciudadanía; pero a causa de las graves alteraciones que produjo en él la gestión de la pandemia, se quebró la confianza, especialmente en la asistencia primaria: por la defección más que notoria de muchos de sus profesionales, por la gestión de la pandemia, gravemente distorsionada por ayudas convertidas en alicientes, y por el alejamiento de los usuarios, que produjo todo esto. 
 
 
 
El caso es que la auténtica joya de sanidad que teníamos, quedó severamente devaluada, de manera que se ha extendido el sentimiento generalizado de que el deterioro sufrido por el sistema sanitario al volcarse en la gestión de la pandemia, es desproporcionado; de tal manera que el mal ocasionado incluso en términos sanitarios (estadísticas de morbilidad y mortalidad) es bastante superior al mal evitado. Las estadísticas acabarán de poner las cosas en su sitio.
 
Cito el caso de la sanidad (que se ocupa de la cura de los cuerpos) porque nos puede servir de espejo de lo que nos pudo ocurrir en la Iglesia (que se ocupa de la cura de las almas). Vistos los resultados (de nuevo, pura estadística), parece evidente que en algo nos hemos equivocado. El porcentaje de fieles desaparecidos de nuestros templos, no guarda proporción con los estragos que le correspondió provocar a la pandemia. Es posible que un número importante de fieles tenga la percepción (quizá distorsionada) de que al igual que ha ocurrido con los médicos, los sacerdotes no hayan acertado a estar cerca de los fieles de la manera que convenía en esa circunstancia tan difícil.
 
Y claro, como la atención de los sacerdotes estaba vinculada a la asistencia al templo o al despacho parroquial, al cerrarse de hecho los templos (por la prohibición de celebrar misa con asistencia de fieles), se produjo ese drástico vaciado de los templos durante un tiempo excesivo, del que nos hemos tenido que reponer poco a poco. Pero por todos los indicios, está claro que hemos de descartar la vuelta al nivel de asistencia anterior a la pandemia, descontando tan sólo la inevitable mengua por defunciones: una mengua que tenemos ya asumida, a causa de la altísima media de edad de los fieles que acuden al templo.
 
 
Es un fenómeno que vemos casi calcado en la sanidad, que difícilmente recuperará los niveles de concurrencia y de confianza anteriores a la pandemia. Porque no se acertó en la mejor fórmula de gestión. Es inevitable que así ocurra teniendo en cuenta que en estas circunstancias excepcionales, el timón de las instituciones no está precisamente en manos excepcionales. Al fin y al cabo, humanos somos, y el error es algo totalmente humano. No son peores la situación y la gestión de la Iglesia en esta encrucijada, que la situación y la gestión del mundo en que ésta milita.
 
No perdamos de vista que está ante nosotros el ejemplo catastrófico de las residencias, en las que murieron decenas de miles de ancianos a causa del absolutamente irracional modelo de gestión que se eligió. Y que no resiste la comparación con las defunciones de ancianos que estaban en sus casas, con la familia. La óptima gestión de la familia, frente a la desastrosa gestión del sistema. Este ejemplo nos induce a preguntarnos si realmente la jerarquía eclesiástica ha hecho la mejor gestión (o quién sabe si la única posible) de las restricciones y demás, en relación con la pandemia. 
 
Lo que nos queda, pues, es ver si somos capaces de algún género de conversión (mejor que de penitencia y autoflagelación) para salir con bien de la situación apurada en que estamos. Examinarnos nosotros, para ver qué está en nuestras manos, y rezar para que Dios asista a quienes llevan el timón, el báculo y el cetro.                                                                                          
 
Virtelius Temerarius

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7 comentarios

  1. "Creo que fue el papa Juan XXIII el que redefinió la penitencia (del latín, + apenarse, infligirse penalidades), abandonando el término latino y volviendo al original griego metánoia (+ cambio de opinión, conversión), haciendo más hincapié en la conversión del corazón que en las prácticas penitenciales (“misericordia quiero, y no sacrificios”)"

    Fue una moda, la del Concilio Vaticano II (1965), y posteriormente en la Iglesia, la de querer "refundar" y "crear" la Nueva Iglesia Moderna (pero sólo en la Iglesia Latina) mediante, entre otras cosas, con un llamado "Espíritu del Concilio", la Misa Nueva de Pablo VI, todos los libros rituales de los sacramentos (bautismo, confirmación...) y sacramentales (exequias, bendiciones, exorcismos y consagraciones), el Libro de las Oraciones, y la pastoral (eliminar el rosario, la exposición del Santísimo, no hablar de los novísimos en las homilías, seleccionar vocaciones con graves defectos morales y deficientemente enseñadas en la doctrina), con el fin de "librarse" de un catolicismo considerado constantiniano e imperialista de los césares, e impregnado de las supersticiones medievales, y en el colmo del orgullo, "recrear", hacer un kilómetro 0, señalar un antes y un después, inaugurar el alba de un Nuevo Mundo, y bla bla bla, que han acabado en la actual crisis de la Iglesia.

    Uno de los truquillos del almendruco es el cambio de las palabras para hacer colar definiciones y conceptos que son totalmente anticatólicos, bien por omisión de parte de la verdad, o bien por reformular la verdad católica hacia errores graves. Uno de ellos fue el cambio de "penitencia" por el griego "metanoia" o "conversión", confundiendo increíblemente dos conceptos teológicamente distintos, diferentes y diversos: algo así como confundir la velocidad con un tocino corriendo, o un huevo con una castaña...

    La palabra penitencia viene del latín paenitentia (arrepentimiento, dolor, disgusto), procedente del verbo "paenitere" (arrepentirse), cuyo concepto primigenio fue "no tener bastante de algo, no estar contento o satisfecho", y deriva de paene (casi, poco más o menos, con falta), que se encuentra en península (casi una isla), penúltimo (casi el último), penumbra (casi en la sombra).

    La penitencia está ligada al pecado leve, a los novísimos o el juicio particular después de muerto, a la Iglesia del Purgatorio o Ecclesia expectants o purgans, a las indulgencias, el sacramento de la confesión y las obras de penitencia (ayuno, limosna y oración), así como al sufrimiento como expiación en la tierra de la deuda de los pecados.

    Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (Concilio de Lyon II; Concilio de Florencia; Concilio de Trento), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo (Concilio de Lyon II; Juan XXII; Benedicto XII; Concilio de Florencia), bien para condenarse inmediatamente para siempre (Concilio de Lyon II; Benedicto XII; Concilio de Florencia). Todo es verdad divinamente revelada y el que lo niegue, dude o no lo defienda es anatema, heresiarca (comisión u omisión) y excomulgado latae sententiae non declarata (ipso facto sin necesidad de juicio alguno): si es Papa u obispo, tiene la sede impedida.

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  2. Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la teosis o en su divinización por participación en la vida del Dios por naturaleza, llegando a ser almas comprensoras o de los justos, las cuales, al final de los tiempos, recibirán su cuerpo glorificado.

    El Purgatorio, desde otro punto de vista, es el lugar o estado de expiación y purificación ultraterrena de las almas de los justos muertos en gracia y amistad de Dios, pero con pecados veniales o sin haber satisfecho completamente la pena temporal debida por sus pecados.

    Las almas del Purgatorio no pueden merecer, sólo satisfacer; de aquí que los teólogos prefieran utilizar para designar el cumplimiento de estas penas el término SATISPASIÓN ("satis", bastante, suficiente; "passio", sufrir, aguantar, padecer) mejor que el de satisfacción, ya que las almas del purgatorio no satisfacen su deuda, sino que se limitan a cumplirla (Suárez, De purgatorio, disp. 47, sec 2, n° 7). Sin embargo, «hay que notar que esta dolorosa satispasión es no sólo aceptada por la voluntad, sino que es ofrecida por medio de una ardiente caridad, con adoración profunda de la Justicia suprema»

    La Iglesia llama Purgatorio o Iglesia Purgante a esta purificación final de los elegidos que están en estado "expectante", que es completamente distinta del castigo de los condenados o almas eternamente condenadas en el fuego del infierno con los diablos o demonios, y hay otra verdad dogmática: que Dios nunca jamás predestina a nadie a ir al infierno (DS 397; 1567), para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria del alma a Dios (pecado mortal: su objeto es materia grave, cometido con pleno conocimiento y consentimiento deliberado), y persistir en el pecado mortal hasta el final (hasta la hora undécima). En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que "quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión".

    Nuestra obras buenas en estado de gracia santificante causan 4 efectos: meritorio, propiciatorio, impetratorio y satisfactorio. Meritorio: aumenta la gracia de quien la hace. Propiciatorio: aplaca la Ira de Dios y su castigo divino (olvidado por los curas nacional-progresistas: tóo er mundo é güeno). Impetratorio: inclina a Dios a conceder lo que se le pide. Satisfactorio: ayuda a satisfacer o pagar la pena por los pecados, y es el único efecto que se cede a las ánimas del Purgatorio. El P. Löring dejo escrito sobre cómo ayudar a los moribundos y muertos [1]

    Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico, para que, una vez purificados, salgan del Purgatorio y puedan llegar a la visión beatífica de Dios y obtengan la teosis o deificación por participación, que se consumará con la dación de su cuerpo glorificado en la resurrección.

    La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos, las oraciones de petición, el ofrecimiento de una misa, el ofrecimiento de la comunión, el acto heroico de caridad -dar tus méritos a favor de las almas purgantes- y las misas gregorianas, o bien otra obra penal y satisfactoria: los ayunos, las peregrinaciones, la visitación al Santísimo. También está la oración de Santa Gertrudis para salvar almas purgantes.

    Los sufragios o socorros espirituales son prestados por un fiel a otro fiel, y en sentido estricto son las ayudas para alcanzar el perdón de la pena temporal del Purgatorio, bien por la autoridad privada de cada uno de los fieles, bien por la autoridad pública de toda la Iglesia, a fin de que se les perdone de un modo total o parcial la pena que deberían pagar las almas purgantes.

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  3. Los sufragios pueden ser las obras ascéticas como privarse de un bien menor para hacer un bien mayor, cual es el espiritual de las almas pecadoras en la Tierra o de las almas purgantes en la Iglesia del Purgatorio, mediante las obras ascéticas de la meditación, la lectura espiritual, los ejercicios espirituales o días de retiro, las penitencias corporales o renuncias (ayunos, vigilia, dolor autoinfligido), sacrificio por el prójimo (altruismo y solidaridad), o ser una alma víctima, es decir, el caso de los místicos que se unen en el Sacrificio Redentor.

    El sufragio por las almas del purgatorio implica dos dogmas:

    1. el dogma de la comunión de los santos

    2. el dogma del poder de la Iglesia jerárquica sobre los miembros y los bienes del Cuerpo místico de Cristo

    Del primero de estos dogmas, comunión de los santos, se desprende:

    a) que cada uno de los cristianos puede ayudar con sus sufragios a todos aquellos -vivos o difuntos- que forman con él parte del cuerpo místico

    b) que existe en la Iglesia un Tesoro Espiritual y Social, integrado por los méritos de Cristo y de los santos, del que pueden participar, con las debidas condiciones, cuantos son miembros de la Iglesia.

    Del segundo dogma, el poder de la Iglesia jerárquica, se sigue que dicha Iglesia jerárquica, que por otra parte sabemos que puede perdonar los pecados, puede también distribuir aquel tesoro social a cada uno de los miembros del pueblo cristiano, según lo considere oportuno.

    De todo ello se olvidan los hijos del Concilio, aquí el clero nacional-progresista, y la Roma actual también, pues en sus homilías, documentos y actos NUNCA mencionan a la Iglesia más olvidada de todas, la Iglesia Purgante, que parece que nunca existe, y ello puede llegar a ser pecado mortal por herejía formal y material de omisión consciente y querida.


    Las almas del purgatorio sufren dos tipos de penas:

    1. Dilación de la Gloria o pena de daño, es el aplazamiento del Cielo o Iglesia Triunfante, la privación de la visión beatífica (visión de Dios) y teosis plena, mientras purga sus pecados, en concreto, de las dos partes del pecado, la culpa y la pena, ésta, el llamado reato de pena, aquella pena aún no satisfecha. El arrepentimiento que libera del purgatorio es la contrición o dolor de los pecados por amor a Dios, siendo insuficiente la atrición, o temor al castigo de Dios.

    Implica que la estancia en el Purgatorio sólo llega hasta el Juicio Final, y que la Iglesia Purgante, como la Iglesia Militante, se extinguirán al final de los tiempos, no así la Iglesia Triunfante, cuyos miembros recibirá el cuerpo glorioso en la resurrección final, y será eterna como Dios en una dicha y gozos inenarrables.

    2. Pena de sentido, donde la tradición de los Padres afirma que es un fuego real y corpóreo, semejante al del Infierno; no es dogma, por lo que dicha pena pueden ser otros padecimientos.

    Finalmente, el propio rito del sacramento de la confesión habla de la necesidad del dolor y del sufrimiento para pagar esta pena de daño y sentido que sufren las almas purgantes:

    "La Pasión de nuestro Señor Jesucristo, la intercesión de la Bienaventurada Virgen María y de todos los Santos, el bien que hagas y EL MAL QUE PUEDAS SUFRIR, te sirvan como REMEDIO de tus pecados, aumento de GRACIA y premio de VIDA ETERNA. Vete en paz.

    Todo ello demuestra la necesidad de la penitencia, y que en absoluto ha perdido vigor y eficacia, y que todo intento de camuflarla, disimularla o minusvalorarla, no es conforme a la verdad de la doctrina católica, sino propio de una teología modernista o aburguesada o progresista... o ambas...

    .......


    [1]. Padre Jorge Löring: Cómo ayudar a los muertos
    es.catholic.net/op/articulos/4911/cmo-ayudar-a-los-muertos.html#modal

    2. Demonios y exorcismos: vivificantem.blogspot.com

    3. Purgatorio: mercaba.org/TEOLOGIA/STE/Novisimos/del_purgatorio.htm

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  4. Los que de verdad celebran dignamente la Semana Santa,con todas las rúbricas de Trento, son los de la Fraternidad San Pío X.
    Llámense Lefevbrianos!

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  5. Del vaciado de las iglesias a ver ahora a quien le echamos la culpa... porque el vaciado de la iglesias y de los monasterios y conventos..etc., se viene dando desde el post-concilio. Qué ahora con la Covi se haya agravado el problema posiblemente, pero el mal viene de lejos.

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  6. Con sólo aguantar el actual Gobierno central y autonómico, no es necesario ponerse más penitencias.

    Ya tenemos bastantes.

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