Comentario
de la liturgia dominical realizado por el Papa Benedicto XVI en el
Angelus del domingo 18 de agosto de 2007, en Castellgandolfo, que
coincidía con el Domingo XX del Tiempo Ordinario del Año C.
En el evangelio de este domingo hay una expresión de
Jesús que siempre atrae nuestra atención y hace falta comprenderla bien.
Mientras va de camino hacia Jerusalén, donde le espera la muerte en
cruz, Cristo dice a sus discípulos: "¿Pensáis que he venido a traer al
mundo paz? No, sino división". Y añade: "En adelante, una familia de
cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán
divididos: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre
contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la
nuera contra la suegra" (Lc 12, 51-53). Quien conozca, aunque
sea mínimamente, el evangelio de Cristo, sabe que es un mensaje de paz
por excelencia; Jesús mismo, como escribe san Pablo, "es nuestra paz" (Ef
2, 14), muerto y resucitado para derribar el muro de la enemistad e
inaugurar el reino de Dios, que es amor, alegría y paz. ¿Cómo se
explican, entonces, esas palabras suyas? ¿A qué se refiere el Señor
cuando dice —según la redacción de san Lucas— que ha venido a traer la
"división", o —según la redacción de san Mateo— la "espada"? (Mt 10, 34).
Esta expresión de Cristo significa que la paz que vino a
traer no es sinónimo de simple ausencia de conflictos. Al contrario, la
paz de Jesús es fruto de una lucha constante contra el mal. El combate
que Jesús está decidido a librar no es contra hombres o poderes humanos,
sino contra el enemigo de Dios y del hombre, contra Satanás. Quien
quiera resistir a este enemigo permaneciendo fiel a Dios y al bien, debe
afrontar necesariamente incomprensiones y a veces auténticas
persecuciones.
Por eso, todos los que quieran seguir a Jesús y
comprometerse sin componendas en favor de la verdad, deben saber que
encontrarán oposiciones y se convertirán, sin buscarlo, en signo de
división entre las personas, incluso en el seno de sus mismas familias.
En efecto, el amor a los padres es un mandamiento sagrado, pero para
vivirlo de modo auténtico no debe anteponerse jamás al amor a Dios y a
Cristo. De este modo, siguiendo los pasos del Señor Jesús, los
cristianos se convierten en "instrumentos de su paz", según la célebre
expresión de san Francisco de Asís. No de una paz inconsistente y
aparente, sino real, buscada con valentía y tenacidad en el esfuerzo
diario por vencer el mal con el bien (cf. Rm 12, 21) y pagando personalmente el precio que esto implica.
La Virgen María, Reina de la paz, compartió hasta el
martirio del alma la lucha de su Hijo Jesús contra el Maligno, y sigue
compartiéndola hasta el fin de los tiempos. Invoquemos su intercesión
materna para que nos ayude a ser siempre testigos de la paz de Cristo,
sin llegar jamás a componendas con el mal.