Comentario
a las lecturas del Domingo XIX del Tiempo Ordinario (Ciclo A) realizado
por el Papa Benedicto XVI en el Angelus del 7 de agosto de 2011
En el Evangelio de este domingo encontramos a Jesús que, retirándose al
monte, ora durante toda la noche. El Señor, alejándose tanto de la gente como de
los discípulos, manifiesta su intimidad con el Padre y la necesidad de orar a
solas, apartado de los tumultos del mundo. Ahora bien, este alejarse no se debe
entender como desinterés respecto de las personas o como abandonar a los
Apóstoles. Más aún, como narra san Mateo, hizo que los discípulos subieran a la
barca «para que se adelantaran a la otra orilla» (Mt 14, 22), a fin de
encontrarse de nuevo con ellos. Mientras tanto, la barca «iba ya muy lejos de
tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario» (v. 24), y he
aquí que «a la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el mar»
(v. 25); los discípulos se asustaron y, creyendo que era un fantasma, «gritaron
de miedo» (v. 26), no lo reconocieron, no comprendieron que se trataba del
Señor. Pero Jesús los tranquiliza: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» (v. 27).
Es un episodio, en el que los Padres de la Iglesia descubrieron una gran riqueza
de significado. El mar simboliza la vida presente y la inestabilidad del mundo
visible; la tempestad indica toda clase de tribulaciones y dificultades que
oprimen al hombre. La barca, en cambio, representa a la Iglesia edificada sobre
Cristo y guiada por los Apóstoles. Jesús quiere educar a sus discípulos a
soportar con valentía las adversidades de la vida, confiando en Dios, en Aquel
que se reveló al profeta Elías en el monte Horeb en el «susurro de una brisa
suave» (1 R 19, 12).
El pasaje continúa con el gesto del apóstol Pedro,
el cual, movido por un impulso de amor al Maestro, le pidió que le hiciera salir
a su encuentro, caminando sobre las aguas. «Pero, al sentir la fuerza del
viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: “¡Señor, sálvame!”» (Mt
14, 30). San Agustín, imaginando que se dirige al apóstol, comenta: el Señor
«se inclinó y te tomó de la mano. Sólo con tus fuerzas no puedes levantarte.
Aprieta la mano de Aquel que desciende hasta ti» (Enarr. in Ps. 95, 7:
PL
36, 1233) y esto no lo dice sólo a Pedro, sino también a nosotros. Pedro camina
sobre las aguas no por su propia fuerza, sino por la gracia divina, en la que
cree; y cuando lo asalta la duda, cuando no fija su mirada en Jesús, sino que
tiene miedo del viento, cuando no se fía plenamente de la palabra del Maestro,
quiere decir que se está alejando interiormente de él y entonces corre el riesgo
de hundirse en el mar de la vida. Lo mismo nos sucede a nosotros: si sólo nos
miramos a nosotros mismos, dependeremos de los vientos y no podremos ya pasar
por las tempestades, por las aguas de la vida. El gran pensador Romano Guardini
escribe que el Señor «siempre está cerca, pues se encuentra en la razón de
nuestro ser. Sin embargo, debemos experimentar nuestra relación con Dios entre
los polos de la lejanía y de la cercanía. La cercanía nos fortifica, la lejanía
nos pone a prueba» (Accettare se stessi, Brescia 1992, p. 71).
Queridos amigos, la experiencia del profeta Elías, que oyó el paso de Dios, y
las dudas de fe del apóstol Pedro nos hacen comprender que el Señor, antes aún
de que lo busquemos y lo invoquemos, él mismo sale a nuestro encuentro, baja el
cielo para tendernos la mano y llevarnos a su altura; sólo espera que nos fiemos
totalmente de él, que tomemos realmente su mano. Invoquemos a la Virgen María,
modelo de abandono total en Dios, para que, en medio de tantas preocupaciones,
problemas y dificultades que agitan el mar de nuestra vida, resuene en el
corazón la palabra tranquilizadora de Jesús, que nos dice también a nosotros:
«¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» y aumente nuestra fe en él.
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