Esta semana, aprovechando que nuestro colaborador Fray Tomás M. Sanguinetti, no puede realizar su comentario semanal de la palabra de Dios, debido a sus obligaciones pastorales, como ya hicimos en verano, reproducimos como Glosa Dominical, el comentario a las lecturas del domingo XXIX del Tiempo Ordinario, que realizó el Papa Benedicto XVI el 16 de Octubre de 2011 en la basílica de San Pedro del Vaticano
La
primera kectura, tomada del libro de Isaías, nos dice que Dios es uno, es único; no hay
otros dioses fuera del Señor, e incluso el poderoso Ciro, emperador de los
persas, forma parte de un plan más grande, que sólo Dios conoce y lleva
adelante. Esta lectura nos da el sentido teológico de la historia: los cambios
de época, el sucederse de las grandes potencias, están bajo el supremo dominio
de Dios; ningún poder terreno puede ponerse en su lugar. La teología de la
historia es un aspecto importante, esencial de la nueva evangelización, porque
los hombres de nuestro tiempo, tras el nefasto periodo de los imperios
totalitarios del siglo XX, necesitan reencontrar una visión global del mundo y
del tiempo, una visión verdaderamente libre, pacífica, esa visión que el
concilio Vaticano II transmitió en sus documentos, y que mis predecesores, el
siervo de Dios Pablo VI y el beato Juan Pablo II, ilustraron con su magisterio.
La segunda lectura es el inicio de la Primera Carta a los Tesalonicenses,
y esto ya es muy sugerente, pues se trata de la carta más antigua que nos ha
llegado del mayor evangelizador de todos los tiempos, el apóstol san Pablo. Él
nos dice ante todo que no se evangeliza de manera aislada: también él tenía de
hecho como colaboradores a Silvano y Timoteo (cf. 1 Ts 1, 1), y a muchos
otros. E inmediatamente añade otra cosa muy importante: que el anuncio siempre
debe ir precedido, acompañado y seguido por la oración. En efecto, escribe: «En
todo momento damos gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes en
nuestras oraciones» (v. 2). El Apóstol asegura que es bien consciente de que los
miembros de la comunidad no han sido elegidos por él, sino por Dios: «él os ha
elegido», afirma (v. 4). Todo misionero del Evangelio siempre debe tener
presente esta verdad: es el Señor quien toca los corazones con su Palabra y su
Espíritu, llamando a las personas a la fe y a la comunión en la Iglesia. Por
último, san Pablo nos deja una enseñanza muy valiosa, extraída de su
experiencia. Escribe: «Cuando os anuncié nuestro Evangelio, no fue sólo de
palabra, sino también con la fuerza del Espíritu Santo y con plena convicción»
(v. 5). La evangelización, para ser eficaz, necesita la fuerza del Espíritu, que
anime el anuncio e infunda en quien lo lleva esa «plena convicción» de la que
nos habla el Apóstol. Este término «convicción», «plena convicción», en el
original griego, es pleroforía: un vocablo que no expresa tanto el
aspecto subjetivo, psicológico, sino más bien la plenitud, la fidelidad, la
integridad, en este caso del anuncio de Cristo. Anuncio que, para ser completo y
fiel, necesita ir acompañado de signos, de gestos, como la predicación de Jesús.
Palabra, Espíritu y convicción —así entendida— son por tanto inseparables y
concurren a hacer que el mensaje evangélico se difunda con eficacia.
Nos detenemos ahora en el pasaje del Evangelio. Se trata del texto sobre la
legitimidad del tributo que hay que pagar al César, que contiene la célebre
respuesta de Jesús: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de
Dios» (Mt 22, 21). Pero antes de llegar a este punto, hay un pasaje que
se puede referir a quienes tienen la misión de evangelizar. De hecho, los
interlocutores de Jesús —discípulos de los fariseos y herodianos— se dirigen a
él con palabras de aprecio, diciendo: «Sabemos que eres sincero y que enseñas el
camino de Dios conforme a la verdad, sin que te importe nadie» (v. 16).
Precisamente esta afirmación, aunque brote de hipocresía, debe llamar nuestra
atención. Los discípulos de los fariseos y los herodianos no creen en lo que
dicen. Sólo lo afirman como una captatio benevolentiae para que los
escuche, pero su corazón está muy lejos de esa verdad; más bien quieren tender
una trampa a Jesús para poderlo acusar. Para nosotros en cambio, esa expresión
es preciosa y verdadera: Jesús, en efecto, es sincero y enseña el camino de Dios
según la verdad y no depende de nadie. Él mismo es este «camino de Dios», que
nosotros estamos llamados a recorrer. Podemos recordar aquí las palabras de
Jesús mismo, en el Evangelio de san Juan: «Yo soy el camino, la verdad y la
vida» (14, 6). Es iluminador al respecto el comentario de san Agustín: «era
necesario que Jesús dijera: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” porque, una
vez conocido el camino, faltaba conocer la meta. El camino conducía a la verdad,
conducía a la vida… y nosotros ¿a dónde vamos sino a él? y ¿por qué camino vamos
sino por él?» (In Ioh 69, 2). Los nuevos evangelizadores están llamados a
ser los primeros en avanzar por este camino que es Cristo, para dar a conocer a
los demás la belleza del Evangelio que da la vida. Y en este camino, nunca
avanzamos solos, sino en compañía: una experiencia de comunión y de fraternidad
que se ofrece a cuantos encontramos, para hacerlos partícipes de nuestra
experiencia de Cristo y de su Iglesia. Así, el testimonio unido al anuncio puede
abrir el corazón de quienes están en busca de la verdad, para que puedan
descubrir el sentido de su propia vida.
Una breve reflexión también sobre la cuestión central del tributo al César.
Jesús responde con un sorprendente realismo político, vinculado al teocentrismo
de la tradición profética. El tributo al César se debe pagar, porque la imagen
de la moneda es suya; pero el hombre, todo hombre, lleva en sí mismo otra
imagen, la de Dios y, por tanto, a él, y sólo a él, cada uno debe su existencia.
Los Padres de la Iglesia, basándose en el hecho de que Jesús se refiere a la
imagen del emperador impresa en la moneda del tributo, interpretaron este paso a
la luz del concepto fundamental de hombre imagen de Dios, contenido en el primer
capítulo del libro del Génesis. Un autor anónimo escribe: «La imagen de Dios no
está impresa en el oro, sino en el género humano. La moneda del César es oro, la
de Dios es la humanidad… Por tanto, da tu riqueza material al César, pero
reserva a Dios la inocencia única de tu conciencia, donde se contempla a Dios…
El César, en efecto, ha impreso su imagen en cada moneda, pero Dios ha escogido
al hombre, que él ha creado, para reflejar su gloria» (Anónimo, Obra
incompleta sobre Mateo, Homilía 42). Y san Agustín utilizó muchas veces esta
referencia en sus homilías: «Si el César reclama su propia imagen impresa en la
moneda —afirma—, ¿no exigirá Dios del hombre la imagen divina esculpida en él? (En.
in Ps., Salmo 94, 2). Y también: «Del mismo modo que se devuelve al César la
moneda, así se devuelve a Dios el alma iluminada e impresa por la luz de su
rostro… En efecto, Cristo habita en el interior del hombre» (Ib., Salmo
4, 8).
Esta palabra de Jesús es rica en contenido antropológico, y no se la puede
reducir únicamente al ámbito político. La Iglesia, por tanto, no se limita a
recordar a los hombres la justa distinción entre la esfera de autoridad del
César y la de Dios, entre el ámbito político y el religioso. La misión de la
Iglesia, como la de Cristo, es esencialmente hablar de Dios, hacer memoria de su
soberanía, recordar a todos, especialmente a los cristianos que han perdido su
identidad, el derecho de Dios sobre lo que le pertenece, es decir, nuestra vida.
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Gtacias a Germinans por recordarnos esta homilia del Papa Benedicto XVI
ResponderEliminarEste domingo, día 19, la Iglesia termina su Sínodo dedicado a la familia, acontecimiento muy fundamental en el pontificado de Francisco, quien, a su vez, ordenó esta celebración final de la reunión de los obispos junto con la beatificación del Papa Pablo VI.
El mismo pontífice ha ido planificado los desarrollos más importantes de los últimos tiempos de la Iglesia y entre ellos, unir en la misma fecha la canonización de los papas Juan XXIII y Juan Pablo II. No se olvide que estaba prevista, desde hacía mucho tiempo antes, la del papa Wojtyla. Asimismo, ha querido reunir el final del Sínodo de la Familia con la beatificación del papa Montini, Pablo VI.
Recemos por medio del nuevo Beato, podamos alcanzar la unidad dentro de nuestra Santa Madre Iglesia.