SUEÑOS, DECEPCIONES Y OBSTINACIÓN DE DIOS
“Quiero cantar para mi amado el cántico de amor por su viña” (Is.5,1) Así comienza la liturgia de la Palabra este domingo, sugiriendo a nuestro corazón el rostro de un Dios enamorado, incurablemente enamorado de su criatura, un Dios que canta su amor por su pueblo. Sí, porque el amor es canto rimado por el Espíritu Santo sobre las cuerdas de nuestra alma; es pasión, obstinada pasión de Dios por su amado, por cada uno de nosotros.
En la parábola que hoy se nos propone, el Señor retoma la imagen de la viña presente en el poema del profeta Isaías, y la relee a la luz de la historia de la salvación. Es la historia de Dios y su pueblo, un trenzado de fidelidad y rechazo. La viña es el pueblo de Israel, el amo es Dios, los labradores son los jefes del pueblo, los sirvientes son los profetas y el hijo es el mismísimo Jesús. En el centro de todo está el sueño de Dios, su pasión, su amor obstinado por la humanidad. Amor que se traduce en el ocuparse de la viña: cercándola, excavando un lagar, construyendo una torre para vigilarla y custodiarla, como un centinela. El amo de la viña hace todo lo posible: no deja nada a la improvisación. El amor no se improvisa, es fruto de pequeñas atenciones que te hacen sentir especial, deseado, simplemente amado.
Pero a un cierto punto la escena cambia. El amo, después de tantos cuidados y sacrificios, confía su viña a los labradores y parte para un viaje. ¿Quién de nosotros lo hubiera hecho? ¿Quién hubiera obrado así? Y sin embargo el tiempo de la ausencia del propietario es el tiempo de nuestra responsabilidad, de la respuesta al amor considerado de Dios hacia nosotros, a hacer nuestro el estilo de Dios: cuidar del otro sin poseerlo. Porque el amor, cuando es verdadero, engendra entusiasmo, respeto, entrega incondicional, donación generosa a fondo perdido, mirada comprometida con el bien del prójimo.
Pero llegado el tiempo oportuno, el propietario, después de tantas atenciones y tanto trabajo, envía un criado a la viña para recoger los frutos; pero los hechos se precipitan inmediatamente. Los labriegos golpean al pobre criado que vuelve a casa maltratado y con las manos vacías. Las repetidas y obstinadas tentativas del propietario, que envía a otros criados, obtienen un resultado siempre peor: pegados, rechazados e incluso asesinados. Encontramos un fortísimo contraste entre la ternura apasionada del propietario, que planta y se ocupa de su viña, y la furia homicida de los labradores que hacen tabla rasa del Señor rechazando a sus mensajeros. Estamos frente a la historia de Dios y su pueblo, historia del sueño de Dios, de su incurable y empecinado amor que no se detiene ante la decepción, la traición, el rechazo de parte de su pueblo y de sus jefes, y continúa enviando a sus profetas.
Pero he aquí el segundo y más dramático golpe de escena: el propietario no extermina a los viñadores rebeldes, sino que les envía a su propio hijo amado, el cual no evita el mismo destino de los otros criados. Obrando de esta manera, el hijo, compartiendo la muerte de todos los testigos incómodos de la verdad, pasados y futuros, desvela con su muerte los trazos de una inesperada e inaudita novedad.
Jesucristo en la cruz no pone fin a las contradicciones y distorsiones de la historia, sino que se introduce en ella hasta el fondo. Y allí, clavado en la cruz, ilumina la historia del mundo y se solidariza con ellos: excluido entre los excluidos, alcanza y abraza a todos.
Ésta es la venganza de Dios: enviar a su Hijo amado, su único Hijo, amar al hombre obstinadamente, hasta la locura. Jesús en la cruz, no cede al chantaje de sus verdugos que querrían una demostración de fuerza y poder por su parte. Él no baja de la cruz. Permanece allí, clavado, desnudo, impotente; y desde aquel madero infame, revela al mundo el verdadero e inaudito poder de la debilidad, el poder incómodo del amor que desarma.
Gracias Fray Tomás por esa maravillosa glosa de los viñadores.
ResponderEliminarLa parábola de los viñadores homicidas es una clara referencia a las relaciones entre el Reino de Dios y el pueblo de Israel. En el Antiguo Testamento (primera lectura de Isaías), Israel es la viña plantada por Dios “qué esperando que diera uvas, dio agrazones”. En el texto se hace alusión a que los principales profetas fueron, por lo general, maltratados, finalmente, no se detuvieron ni ante el “hijo” al que condujeron fuera de la ciudad para matarlo. La conclusión es clara: se les quitará el Reino por despreciar la piedra angular y “se dará a un pueblo que produzca sus frutos”. ¿Qué nos dice esto en nuestro contexto de hoy?
Podemos descubrir en nuestra Iglesia esa viña que ha sido plantada por Dios. También hoy, Él nos envía mensajeros para comprobar si nuestro trabajo está en función del Reino o de nuestros intereses. Podríamos repasar la historia de la Iglesia que tiene un solo dueño: Dios; pero que a lo largo de los tiempos, en ella se han mezclado intereses personales y mezquinos, reformadores que fueron maltratados, corruptelas, no aceptación de los cambios, (de lo que es buen exponente el Concilio Vaticano II) y otras lindezas. Es verdad que todo esto ya se encargan de resaltarlo nuestros detractores, pero la parábola de hoy es una seria advertencia a todos los que, de una manera u otra, nos sentimos los dueños de la comunidad, más preocupados de llevar adelante nuestros proyectos que de pensar cuales son los proyectos de Dios para su Iglesia. El estar dentro de la Iglesia no nos da garantías de estar trabajando para Dios si nuestra actitud profunda no se adecua a los criterios del Reino, presentados en todos los domingos anteriores. No tengamos miedo a leer la historia de estos XXI siglos a la luz de esta parábola, muchas cosas incomprensibles pueden resultar más claras y diáfanas.
La frontera del Reino sólo es conocida por el mismo Dios y la Iglesia no acapara el Reino, todas las piedras pueden servir para la construcción del Reino, no podemos pensar que lo nuestro es lo mejor y lo que Dios quiere y bendice. No quedan lejos los tiempos en los que un régimen o una ideología fueron presentados como los auténticos intereses de Dios. No intentemos construir el edificio de la comunidad del Reino seleccionando nosotros las piedras, como si unas fuesen válidas y otras despreciables, lo que a nuestros ojos no es válido, puede serlo a los ojos de Dios; y viceversa. No debemos excluir a todos los que con buena voluntad aunque con sus ideas y esquemas, intentan agregar un granito de arena a la construcción de una humanidad mejor. La actitud realmente evangélica es saber que los bienes de Dios pertenecen a todos los hombres, sean bienes del espíritu o bienes materiales. Puede parecer demasiado, nos hemos acostumbrado a un señorío sobre los bienes de Dios como para que ahora renunciemos a ellos, (no puedes ser como decía el pasado domingo, que las prostitutas vayan por delante). Sin embargo se nos podrá quitar el Reino y éste será entregado a gente con más deseos de servir a sus hermanos.
Es tiempo de reflexión, pertenecer a la Iglesia y conocer a Jesús es lo mejor que nos ha pasado, pero debemos de estar atentos, abiertos y con humildad reconocer nuestros pecados y deformaciones. No se trata de sentirnos perseguidos o mártires, sino de entrar en diálogo con otros y aportar lo que podamos, para que “todos tengan vida y vida en abundancia” y nuestro pueblo “produzca sus frutos”.
Felicito a Fray Tomás por su sección.
ResponderEliminarSoy sacerdote y llevo varios domingos aprovechando sus reflexiones para mi homilía. Un día, en concreto, la rehíce por completo.