Reflexión a modo de notas, hacia dónde nos orienta la liturgia del domingo.
JESÚS NOS LLAMA A SALIR DE LA MUERTE Y A CAMINAR
Giotto. Basilica inferior de Asís |
Leyendo con atención los evangelios, vemos que Jesús encuentra a la gente en las calles y en las casas. Sólo en contadas ocasiones en las sinagogas o en el Templo; pero incluso en estos casos no hace gestos “religiosos” sino gestos humanos, como las curaciones. Y son siempre encuentros que cambian la vida. Sin negar la función del templo (vemos cómo expulsa airado a los comerciantes y cambistas que lo están profanando), extiende y enriquece la entrega del fiel a Dios dentro del templo, con la entrega al prójimo fuera del templo.
Hoy en el evangelio de Juan (Jn.11,1-45) nos presenta el encuentro de Jesús con las hermanas que lloran al hermano muerto y después el encuentro con Lázaro al que Jesús llama a “salir de la muerte”. En un recado le habían dicho que el amigo estaba enfermo. Jesús no se puso en camino de inmediato. A los discípulos les dijo que aquella enfermedad no era para muerte sino para la gloria de Dios. ¿Qué podían entender a partir de esta frase los discípulos? Cuando está cerca de Betania, Jesús no llega a entrar en la aldea: Marta le sale al encuentro para acogerlo y expresar su dolor. Mientras comprendemos el llanto de Marta y María y la compasión de Jesús por ellas, escuchamos lo que el Señor dice a Marta: tu hermano resucitará, no sólo en el último día, sino en este día.
Jesús, después de presentarse como fuente de agua viva a la samaritana y como luz al ciego, ahora se presenta como la resurrección y la vida y promete que quien cree en Él, aunque pase por la muerte vivirá. Con la fe de Marta y María, una fe aún frágil y en camino, acompañemos a Jesús hasta el sepulcro. Lo oímos dar gracias al Padre porque lo escucha. Después lo oímos gritar dirigiéndose al muerto y ordenándole salir. Y he aquí al amigo Lázaro devuelto a la vida, nacido una segunda vez, resucitado.
En el evangelio de Juan, como en la Cuaresma, estamos en un camino sin retorno: la resurrección de Lázaro es para el evangelista el último signo de Jesús, el que provoca la decisión de su muerte y anticipa el misterio de su Resurrección.
En el camino catecumenal de la Cuaresma, después de las Tentaciones y la Transfiguración que manifiestan la humanidad obediente de Jesús y su divinidad escondida; después de la samaritana y el ciego de nacimiento que nos presentan los signos bautismales del agua y de la luz; viene ahora coronando la catequesis el signo de Lázaro, que nos presenta a Jesús como resurrección y vida, y nos introduce en el tiempo de Pasión. Quien confiesa a Jesús como Mesías, Señor de la Vida, puede atravesar la muerte sin quedar aprisionado en ella; puede acompañar a Jesús en su Pasión, confiando como Él en el poder del Padre.
Creemos en la resurrección como destino del creyente tras la muerte; pero la fe en la resurrección atañe a la vida de cada uno de nosotros ahora, durante nuestra vida en este mundo. Las dos primeras lecturas de hoy lo confirman y lo explican. Ezequiel, comparando el exilio a la muerte, anuncia el retorno a la tierra prometida como la resurrección del pueblo de Israel. Pablo, escribiendo a los romanos, nos recuerda que el que vive según la carne está muerto, mientras que aquel que vive según el poder del Espíritu posee un manantial de vida que produce sus efectos ya ahora: porque nos lleva a cumplir las obras de la luz ya en este momento, dando vida plena a nuestra existencia, que es mortal a causa del pecado. Venciendo el pecado, Jesús ha vencido a la muerte y nos ha abierto el camino de la vida en plenitud; una plenitud que empieza ya en esta vida y que continúa en Dios. Nuestro bautismo, que en la noche pascual renovamos, no es algo estático que aconteció una vez para siempre: más bien es un caminar cada día de manera nueva en la ruta que Jesús nos ha abierto, hacia la vida plena de Dios.
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Fr. Tomás María Sanguinetti
Gracias Fray Tomàs por esa Glosa de hoy.
ResponderEliminarEl hombre carnal y espiritual
El ser humano, que es siempre una unidad, está, sin embargo, sometido a una doble tensión: una que lo acerca confiadamente hacia su Creador y otra que lo separa de él recelosamente. A los ojos de la fe, la segunda fuerza es considerada como negativa y, puesto que el hombre sucumbe a ella por debilidad, se la relacionó en los tiempos bíblicos con la dimensión carnal del ser humano. La primera, en cambio, es positiva, y se produce cuando la fuerza de Dios (ruaj) logra vencer la debilidad que impone la carne, triunfando entonces la dimensión espiritual.
Con esta tensión, llegamos a la experiencia de la primitiva Iglesia, que proclama que los creyentes reciben en el bautismo la fuerza del Espíritu Santo para renacer a una vida nueva. Y esta vida nueva está caracterizada por la muerte, no física aunque sí real, del hombre carnal, el hombre viejo que habita en cada uno de nosotros, y el nacimiento, igualmente real, de un hombre nuevo en Cristo.
El hombre viejo estaba guiado por las fuerzas de la carne, cuyas obras son, según san Pablo: «lujuria, impureza, desenfreno, idolatría, supersticiones, enemistades, disputas, celos, iras, litigios, divisiones, partidismos, envidias, homicidios, borracheras, comilonas y cosas semejantes» (Gál 5,19-21). El hombre nuevo, en cambio, se deja guiar por el Espíritu, y sus obras son: «amor, alegría, paz, generosidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí mismo» (Gál 5,22-23). Al hombre viejo hay que someterlo a la ley; sin embargo, al hombre espiritual no, porque el Espíritu supera a la ley, va más allá en sus exigencias. Y este hombre nuevo es fruto de la gracia, del don del Espíritu, cuyo modelo y referencia es y será únicamente Jesucristo, el Hijo de Dios, el nuevo Adán, la verdadera imagen y semejanza del Padre. En él, según la revelación neotestamentaria, todos seremos criaturas nuevas.