Capítulo 47: La oración por los difuntos (II)

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Que las almas que habían salido de este mundo pudieran necesitar de una expiación por las propias culpas antes de entrar en una vida feliz y que les pudieran ayudar los sacrificios y las oraciones hechas por los allegados, era una doctrina muy difundida entre los paganos. Platón trata de ello en diversos momentos y tanto las inscripciones cuneiformes de la antigua religión caldea como la egipcia contienen fórmulas litúrgicas de intercesión en favor de los difuntos.  

En cuanto al judaísmo se refiere, recordar el conocido episodio narrado en el II Libro de los Macabeos (2ª mitad del siglo II a.C) donde son mencionadas y defendidas las oraciones hechas por los soldados caídos, bajo las túnicas de los cuales fueron encontrados objetos idolátricos, considerados causa de su muerte. Todos sus compañeros rogaron por ellos a Dios. Y Judas Macabeo recogió una colecta de 12.000 dracmas para ofrecer sacrificios expiatorios por sus pecados. El acto de Judas es entendido en sintonía con la esperanza en la resurrección: el sacrificio ofrecido por ellos era para asegurarles un lugar en la resurrección gloriosa. Con ello verificamos que los judíos de esta época rezaban habitualmente por sus muertos.

“Pesaje” de las almas
Que en la Iglesia antigua se hiciese algo parecido lo atestiguan tanto las referencias directas de los escritos apostólicos y patrísticos como la tradición litúrgica de los siglos III y IV. Resulta pues doctrina universalmente aceptada hasta el punto de que no hay lugar para dudar que sea muy primitiva. En los documentos del siglo I faltan alusiones a la plegaria por los difuntos excepto en un fragmento de la 2ª Carta a Timoteo en la que San Pablo hace votos para que “el Señor conceda a Onesíforo encontrar misericordia ante Él en aquel día” es decir en el día del juicio supremo.

Pero con el final del siglo II empiezan a abundar los documentos. Los apócrifos Acta Pauli et Theclae (Hechos de Pablo y Tecla) narran que la reina Trifena, requerida en sueños por su difunta hija Falconila, recurre a la plegaria de Tecla por su salvación y Tecla reza sin cesar al Altísimo para que secunde su deseo y la hija “Falconila, viva en la eternidad”.

En África la célebre Passio Perpetuae nos muestra a la mártir que implora por su difunto hermano Dinócrates la gracia de pasar del lugar de la miseria, donde se encontraba al lugar “al lugar del refrigerio, de la satisfacción y del gozo”. Tertuliano recuerda a la esposa cristiana que reza por el refrigerium del alma del difunto marido, y hace referencia a un difunto que en el intervalo entre la muerte y la sepultura fue acompañado por las “oraciones de un presbítero”. San Cipriano habla de la misa celebrada por los difuntos “pro dormitione” como una práctica regular en la Iglesia de Cartago.

Icthys sepulcral paleocristiano
Son muy importantes a este particular las inscripciones sepulcrales. La del obispo de Hiérapolis San Abercio, anterior al 216 concluye así: “Cualquiera que comprenda y consienta, rece por Abercio”; la de Pectorius (s. III) dice: “En la paz de tu “Ichtys” recuérdate de Pectorio”. A la misma época pertenecen las siguientes inscripciones encontradas en los cementerios romanos, en las cuales está claramente afirmada la intercesión de los vivos a Dios en favor de los difuntos:
Lápidas sepulcrales paleocristianas
En el siglo IV la oración por los difuntos entra definitivamente en el cuado litúrgico de la Misa, tanto en Oriente como en Occidente (Eucologio de Serapión, Libro VIII de las Constituciones Apostólicas,etc…) A este propósito tenemos en torno al 305 el testimonio del africano Arnobio que deja entender como la conmemoración de los difuntos en el servicio eucarístico se había generalizado y convertido en habitual al mismo tiempo que protesta por la destrucción de las iglesias cristianas en las cuales “se pide perdón y paz para todos para los que aún viven o para los que ya están liberados de las ataduras del cuerpo”. 

No hay duda alguna que lo que él afirmaba para las iglesias de Numidia, debía ser válido para la Iglesia de Roma y habitual también en ella. 

Dom Gregori Maria

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2 comentarios

  1. Dom Gregori Maria, gracias por su artículo, en que pone de relieve la importancia de la práctica de esa 7ª Obra de Misericórdia "Orar por los vivos y difuntos". En el tema que nos incumbe hoy por los difuntos.

    Según nuestra fe católica, se pueden ofrecer oraciones, sacrificios y Misas por los muertos, para que sus almas sean purificadas de sus pecados y puedan entrar cuanto antes a la gloria a gozar de la presencia divina

    La Biblia nos dice que después de la muerte viene el juicio: «Está establecido que los hombres mueran una sola vez y luego viene el juicio» (Hebr. 9, 27). Después de la muerte viene el juicio particular donde «cada uno recibe conforme a lo que hizo durante su vida mortal» (2 Cor. 5, 10).

    Al fin del mundo tendrá lugar el «juicio universal» en el que Cristo vendrá en gloria y majestad a juzgar a los pueblos y naciones.

    Es doctrina católica que en el juicio particular se destina a cada persona a una de estas tres opciones: Cielo, Purgatorio o Infierno.

    -Las personas que en vida hayan aceptado y correspondido al ofrecimiento de salvación que Dios nos hace y se hayan convertido a El, y que al morir se encuentren libres de todo pecado, se salvan. Es decir, van directamente al Cielo, a reunirse con el Señor y comienzan una vida de gozo indescriptible «Bienaventurados los limpios de corazón -dice Jesús- porque ellos verán a Dios» (Mt. 5, 8).

    -Quienes hayan rechazado el ofrecimiento de salvación que Dios hace a todo mortal, o no se convirtieron mientras su alma estaba en el cuerpo, recibirán lo que ellos eligieron: el Infierno, donde estarán separados de Dios por toda la eternidad.

    -Y finalmente, los que en vida hayan servido al Señor pero que al morir no estén aún plenamente purificados de sus pecados, irán al Purgatorio. Allá Dios, en su misericordia infinita, purificará sus almas y, una vez limpios, podrán entrar en el Cielo, ya que no es posible que nada manchado por el pecado entre en la gloria: «Nada impuro entrará en ella (en la Nueva Jerusalén)» (Ap. 21, 27).

    Aquí surge espontánea una pregunta cuya respuesta es muy iluminadora: ¿Para qué estamos en este mundo? Estamos en este mundo para conocer, amar y servir a Dios y, mediante esto, salvar nuestra alma. Dios nos coloca en este mundo para que colaboremos con El en la obra de la creación, siendo cuidadores de este «jardín terrenal» y para que cuidemos también de los hombres nuestros hermanos, especialmente de aquellos que quizás no han recibido tantos dones y «talentos» como nosotros. Este es el fin de la vida de cada hombre: Amar a Dios sobre todas las cosas y salvar nuestra alma por toda la eternidad.

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  2. Muy interesante como siempre. Gracias.

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