Los Obispos en el "Informe sobre la Fe" del cardenal Ratzinger (1985)

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San Carlos Borromeo
Publicábamos el pasado 1 de setiembre la primera parte del capítulo IV. Continuamos esta semana con dicho capítulo concretamente con los párrafos dedicados, en la entrevista, a los obispos. 
 
El problema de las Conferencias episcopales

De los “simples” sacerdotes pasamos a los obispos, es decir, a los que, por ser “sucesores de los apóstoles”, poseen la “plenitud del sacerdocio”, son “maestros auténticos de la doctrina cristiana”, “gozan de autoridad propia, ordinaria, inmediata, sobre la Iglesia a ellos confiada”, de la cual son “principio y fundamento de unidad”, y que unidos en el colegio episcopal con su cabeza, el Romano Pontífice, “actúan en nombre de Cristo” para gobernar la Iglesia universal.

Todas las definiciones que acabamos de citar pertenecen a la doctrina católica sobre el episcopado y han sido reafirmadas en toda su fuerza por el Vaticano II. 

El Concilio, recuerda el cardenal Ratzinger, «quería precisamente reforzar la misión y la responsabilidad del obispo, continuando y completando los trabajos del Vaticano I, interrumpido por la conquista de Roma, cuando sólo había llegado a tratar sobre el Papa. A este último, los Padres conciliares le habían reconocido la infalibilidad en el Magisterio, cuando, como Pastor y Doctor supremo, proclama que determinada enseñanza sobre la fe o las costumbres tiene que ser creída». Esta circunstancia influyó en un cierto desequilibrio en las exposiciones de algún teólogo que no subrayaba suficientemente que también el colegio episcopal goza de la misma «Infalibilidad de Magisterio», siempre que los obispos «conserven el vínculo de comunión entre sí y con el Sucesor de Pedro».

Así, pues, ¿ha quedado todo en su lugar con el Vaticano II?

«En los documentos, sí, pero no en la práctica, en la que se ha producido otro de los efectos paradójicos del posconcilio», me responde. Y lo explica a continuación: «El decidido impulso a la misión del obispo se ha visto atenuado, e incluso corre el riesgo de quedar sofocado, por la inserción de los obispos en Conferencias episcopales cada vez más organizadas, con estructuras burocráticas a menudo poco ágiles. No debemos olvidar que las Conferencias episcopales no tienen una base teológica, no forman parte de la estructura imprescindible de la Iglesia tal como la quiso Cristo; solamente tienen una función práctica concreta».

Agrega que esto es precisamente lo que reafirma el nuevo Código de Derecho Canónico al fijar los ámbitos de autoridad de las Conferencias, que «no pueden actuar en nombre de todos los obispos, a no ser que todos y cada uno hubieran dado su propio consentimiento» o que se trate de «materias ya establecidas por el derecho común o por un mandato especial de la Sede Apostólica» (can. 455 §§ 4 y 1). Así, pues, el colectivo no sustituye a la persona del obispo, el cual —como recuerda el Código, repitiendo la doctrina del Concilio— «es el auténtico doctor y maestro de la fe para los creyentes a él confiados» (cf. Can. 753). Y Ratzinger lo reafirma: «Ninguna Conferencia episcopal tiene, en cuanto tal, una misión de enseñanza; sus documentos no tienen un valor específico, sino el valor del consenso que les es atribuido por cada obispo». 

¿Por qué tanta insistencia sobre este punto?

«Porque se trata de salvaguardar la naturaleza misma de la Iglesia católica, que está basada en una estructura episcopal, no en una especie de federación de Iglesias nacionales.  El nivel nacional no es una dimensión eclesial.  Importa que quede muy claro que en cada diócesis no hay nada más que un pastor y maestro de la fe, en comunión con los demás pastores y maestros y con el Vicario de Cristo.  La Iglesia católica se rige por el equilibrio entre la comunidad y la persona y en este caso entre la comunidad de las diversas iglesias locales unidas en la Iglesia universal y la persona del responsable de la diócesis».

Sucede —dice— que «una cierta disminución de sentido de responsabilidad individual en algún obispo, y la delegación de sus poderes inalienables de pastor y maestro en favor de las estructuras de la Conferencia local, corren el riesgo de hacer caer en el anonimato lo que, por el contrario, debe ser siempre muy personal.  El grupo de los obispos unidos en las Conferencias depende, para sus decisiones, de otros grupos, de los expertos que elaboran los borradores previos.  Sucede también que la búsqueda del punto de encuentro entre las diversa tendencias, y el correspondiente esfuerzo de mediación, con frecuencia dan lugar a documentos achatados, en los que las posiciones concretas quedan atenuadas».

Recuerda que en su país ya existía una Conferencia episcopal en la década de los treinta: «Pues bien, los documentos verdaderamente enérgicos contra el nazismo fueron los escritos individuales de algunos obispos intrépidos. En cambio, los de la Conferencia resultaron un tanto descoloridos, demasiado débiles para lo que exigía la tragedia». 


San Carlos haciendo penitencia durante la peste
que asoló Lombardía durante su episcopado
"Volver al coraje personal"

Hay una ley sociológica muy clara que guía —se quiera o no— el trabajo de los grupos, “democráticos” sólo en apariencia. Y esta ley (ha observado alguno) se cumplió también en el Concilio en el que en una sesión-test, la segunda, desarrollada en 1963, hubo un promedio de asistencia de unos 2.135 obispos. De éstos, sólo intervinieron activamente, tomando la palabra, poco más de 200, es decir, el 10 por 100; el otro 90 por 100 no habló nunca y se limitó a escuchar y a votar.

«Por lo demás —dice—, es evidente que las verdades no se crean por votación. Una doctrina es verdadera o no es verdadera.  La verdad no se crea, se halla. De esta regla básica no se aparta tampoco el procedimiento clásico de los concilios ecuménicos, no obstante una opinión contraria muy difundida. También en los concilios ecuménicos se aplica la ley de que sólo serán vinculantes los dictámenes aprobados con unanimidad moral, pero esto no significa que los resultados unánimes produzcan, por así decir, la verdad. La idea correctamente expresada es más bien que la unanimidad de tantos obispos, de orígenes tan distintos, de formaciones y temperamentos tan diversos, es signo de que no inventan, sino encuentran, lo que dictaminan. La unanimidad moral no tiene, en la idea clásica de concilio, el carácter de una votación, sino de un testimonio.

Una vez esclarecido esto, resulta superfluo razonar sobre por qué una Conferencia episcopal, que representa a un círculo mucho más limitado que el concilio, no pueda votar sobre la verdad. Aprovecho además ahora la ocasión para referirme a un estado de ánimos. Los sacerdotes católicos de mi generación hemos sido acostumbrados a evitar las contraposiciones entre nuestros hermanos, a buscar siempre un punto de acuerdo, a no significarnos mucho con posiciones excéntricas. De este modo, en muchas Conferencias episcopales, el espíritu de grupo, quizá la voluntad de vivir en paz, o incluso el conformismo, arrastran a la mayoría a aceptar las posiciones de minorías audaces decididas a ir en una dirección muy precisa».

Continúa: «Conozco obispos que confiesan en privado que si hubieran tenido que decidir ellos solos, lo hubieran hecho en forma distinta de como lo hicieron en la Conferencia. Al aceptar la ley del grupo se evitaron el malestar de pasar por “aguafiestas”, por “atrasados” o por “poco abiertos”.  Resulta muy bonito decidir siempre conjuntamente. Sin embargo, de este modo se corre el riesgo de que se pierda el “escándalo” y la “locura” del Evangelio, aquella “sal” y aquella “levadura” que, hoy más que nunca, son indispensables para un cristiano ante la gravedad de la crisis, y más aún para un obispo, investido de responsabilidades muy concretas respecto de los fieles».

Parece que últimamente se aprecia una inversión de tendencia respecto a la primera fase del posconcilio.  Por ejemplo, la asamblea plenaria de 1984 del episcopado de Francia (y se sabe que este país expresa frecuentemente tendencias interesantes para el resto de la catolicidad) se ha ocupado del tema del recentrage , de la «recentralización».  Retorno al centro constituido por Roma; pero también retorno a aquel centro imprescindible que es la diócesis, la iglesia particular, su obispo.

Esta tendencia está apoyada —lo hemos oído— por la Congregación para la Doctrina de la Fe, y no sólo de un modo teórico. En marzo de 1984, el staff dirigente de la Congregación se desplazó a Bogotá para la reunión de las Comisiones doctrinales del episcopado iberoamericano. Desde Roma se insistió para que en el encuentro participaran los obispos en persona y no sus representantes «de modo que se subrayara —dice el Prefecto— la responsabilidad propia de cada obispo, que, según las mismas palabras del Código, “es el moderador de todo el ministerio de la Palabra, a quien corresponde anunciar el Evangelio en la iglesia que le ha sido confiada” (cf. Can. 756, § 2).  Esta responsabilidad doctrinal no puede ser delegada. ¡Y, sin embargo, hay quienes consideran inaceptable incluso el que un obispo escriba personalmente sus pastorales!»

En un documento firmado por él, recordaba el cardenal Ratzinger a sus hermanos en el episcopado la exhortación severa y apasionada del apóstol Pablo: «Te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, por su aparición y por su reino: Predica la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, enseña, exhorta con toda longanimidad y doctrina». Y continúa la exhortación de Ratzinger siguiendo la misma cita del apóstol: «Vendrá un tiempo en que no sufrirán la sana doctrina; antes, deseosos de novedades, se amontonarán maestros conforme a sus pasiones, y apartarán los oídos de la verdad para volverlos a las fábulas. Pero tú vela en todo, soporta los trabajos, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio» (2 Tim 4,1-5).

Un texto ciertamente inquietante, válido para cualquier época; pero que para el Prefecto parece tener particular resonancia en la nuestra. En todo caso, expresa la identidad del obispo según la Escritura, como reiteradamente la propone Ratzinger.

San Carlos con San Francisco de Sales
y San Felipe Neri
Maestros de la fe 

¿Qué criterio —le pregunto— han mantenido en los años pasados y qué criterio mantienen ahora en Roma para seleccionar a los candidatos para la consagración episcopal? ¿Se basan todavía en las sugerencias de los Nuncios Apostólicos, o mejor, de los «Legados del Romano Pontífice» (según su título oficial) que la Santa Sede tiene en cada país?

«Sí —me dice—, esta tarea ha sido confirmada por el nuevo Código: Corresponde al Legado Pontificio, (...) en lo que atañe al nombramiento de Obispos, transmitir o proponer a la Sede Apostólica los nombres de los candidatos, así como instruir el proceso informativo de los que han de ser promovidos” (can. 364, 4.º). Este sistema, como todas las cosas humanas, crea algunos problemas, pero no se sabe cómo podría sustituirse. Hay países que por sus enormes dimensiones no se prestan a que el Legado conozca directamente a todos los candidatos. Por esto puede ocurrir que no todos los episcopados resulten homogéneos. Entendámonos, no se pretende evidentemente una monótona armonía, que resultaría tediosa; es conveniente que existan algunos elementos diversos, pero es necesario que haya acuerdo sobre los puntos fundamentales. El problema está en que, en los años inmediatos al Concilio, durante algún tiempo, no se llegó a determinar claramente el perfil del candidato ideal».

¿Podría aclarar esto?

«En los primeros años después del Concilio —explica— parecía que el candidato al episcopado debía ser un sacerdote que ante todo estuviera “abierto al mundo”. Este criterio estaba por lo menos en primera plana. Tras los sucesos del 68, y desde entonces progresivamente, al ir agravándose la crisis, se ha comprendido que aquella única característica no era suficiente. Se ha caído en la cuenta, incluso mediante amargas experiencias, que se necesitaban obispos “abiertos”, pero al mismo tiempo capaces de oponerse al mundo y a sus tendencias negativas para sanearlas, para encauzarlas y para poner en guardia a los fieles. Así, pues, el criterio de selección se ha ido haciendo cada vez más realista; la “apertura” indiscriminada ha dejado de ser la respuesta o receta suficiente en una situación cultural que ya ha cambiado. Por lo demás, un cambio semejante se ha producido también en muchos obispos; éstos han experimentado amargamente en sus propias diócesis que los tiempos verdaderamente han cambiado respecto a aquéllos del optimismo un tanto acrítico del inmediato posconcilio».

El relevo generacional está en camino: a finales de 1984, ya casi la mitad del episcopado católico mundial (incluido Joseph Ratzinger) no había participado directamente en el Vaticano II.  Por lo tanto, ya se puede decir que una nueva generación está al frente de la Iglesia.

A esta nueva generación el Prefecto no le aconsejaría que entrara a competir con los profesores de teología: «Como obispos —ha escrito recientemente— no tienen la misión de aportar nuevos instrumentos “científicos” a los ya numerosos elaborados por los especialistas».  Maestros actualizados de la fe y pastores celosos del rebaño a ellos confiado, ciertamente que sí; pero «su servicio consiste en personificar la voz de la fe simple, con su simple y básica intuición que precede a la ciencia. Porque la fe resulta amenazada de muerte cada vez que la ciencia se erige a sí misma en norma absoluta».  Por lo tanto, en este sentido, «los obispos cumplen una función democrática, una función democrática genuina, que no se funda desde luego en la estadística, sino en el don común del bautismo»

El Directorio de Mayo Floreal
de Germinans Germinabit

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5 comentarios

  1. El nombramiento de obispos es clave para el futuro de la Iglesia. Se ha demostrado que unos malos nombramientos han llevado a la ruina a muchas diócesis y no hay que ir demasiado lejos.

    El Santo Padre que de esto sabe un rato, lo vio con sus propios ojos cuando estaba en la Congregación para la Doctrina de la Fe, cuando iban pasando todos los obispos en visita ad limina y habían algunos que era para echar a correr.

    Por eso ha puesto un hombre muy válido e incluso un futuro "papable" de verdad, no un Martini, se trata del cardenal Ouellet. Que está haciendo mayoritariamente muy buenos nombramientos.

    Esperemos que en Barcelona no se haga otra excepción, y se nombre de una vez un buen obispo para suceder a Sistach

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    1. La cuestión es que Roma no se deje influenciar por las presiones políticas del nacionalismo, ni por el miedo a posibles revueltas, que como se ha visto en Gerona, son sólo un espejismo a la que se pone un obispo que haga lo que tiene que hacer.

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  2. El obispo de Solsona asume las tesis nacionalistas y apoya la manifestación a favor del pacto fiscal. ¡Ya me parecía a mí que todo era demasiado bonito! Otro obispo politizado.

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    1. El Sr. Obispo de Solsona, primero es hombre, después ciudadano, después sacerdote, y después obispo.
      Por tanto esta viviendo en la tierra que lo vio nacer, y su misión pastoral no puede desligarse de las personas concretas a quién va dirijida su misión, de un territorio concreto, si quiere que su labor pastoral y evangelica cale y de frutos.
      Dicho en lenguaje eclesial y evangelico, es la famosa inculturación del evangelio del Concilio Vaticano II.
      Una cosa es ser misionero en Etiopia, y otra obispo de una diócesis en Catalunya / Cataluña / Catalonia.

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    2. Dice usted que primero es hombre, después ciudadano. después sacerdote y después obispo. ¡Jolín, cuántas cosas! No sabía que era hombre.

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