“Si uno quiere ser el primero, que sea el último y el servidor de todos”. Son palabras que nos son muy familiares, que se han convertido casi en un eslogan en el mundo eclesiástico; las cantamos en la liturgia y nos sentimos buenos cuando las pronunciamos. Y también con estas sucede, como con las otras palabras, que contra más se repiten menos se comprenden en el sentido y lo que intentan decir en verdad; en una palabra, dejan de ser impactantes y revulsivas. Y así resulta que todos afirmamos que mandamos para servir y que todo lo que hacemos es para servir, o que el servicio es la estrella polar de nuestro obrar diario. Pero, ¿servir a quién? ¿A Cristo o a nosotros mismos? ¿Servimos a los demás o nos servimos de los demás? Servimos a Dios o usamos a Dios para nuestros fines, proyectos, ambiciones y propósitos? ¿Vivimos, trabajamos, nos comprometemos para mayor gloria de Dios o para mayor gloria nuestra?
A menudo nos olvidamos que ser el último quiere decir precisamente ser último, es decir que todos te pasan por delante, absolutamente todos. Que quiere decir no sólo los excelentes, los que merecen pasar por delante, aquellos a los que tú estás dispuesto a cederles el lugar, sino también los que no lo merecen, los incapaces, los mediocres, los enchufados… Nosotros no somos tan arrogantes como para ocupar el primer lugar, estamos dispuestos a reconocer que otros lo merecen más que nosotros. Y hasta aquí todo va bien y es de justicia. Pero no acabamos de aceptar la realidad de que nuestro lugar es realmente el último. Esto sí que es difícil. ¿Ser el último, es decir, estar en segunda fila, incluso detrás de aquellos que no se merecen el primer lugar? ¿También último detrás de estos?
Aún más: pasándote por delante los deshonestos, aquellos a los que refiere la primera lectura de hoy, que ponen a prueba la honestidad del justo, con varios tipos de violencia física, moral o religiosa. ¿Acaso todo esto no es moneda corriente en la vida concreta de cada día? ¿Acaso no nos ha ya sucedido alguna vez, cuando hemos visto a alguna persona condenada al ostracismo, a la marginación, cuando hemos visto a gente arrinconada, superada por gente sin escrúpulos? ¿No hemos sufrido acaso cuando nos han privado del honor, de la alabanza, de aquel reconocimiento merecido y esperado? ¡Cuántas personas honradas y capaces han experimentado esto! ¿Vale la pena continuar manteniendo una rectitud que nadie aprecia y que Dios parece no recompensar, al menos momentáneamente?
Lo que el apóstol Santiago afirma hoy en su carta (“matáis, sois envidiosos y no acabáis de obtener; combatís y guerreáis”) parece una crónica de cualquier oficina o de muchos trabajos diarios en muchos ambientes. Matar significa que tu muerte es mi vida incluso cuando no lo es en el plano físico. Es decir quitarte a ti para ponerme yo, por envidia, es decir porque estoy convencido que lo que tienes tú me corresponde a mí, que me ha sido robado y que es justo que recupere. Por eso a menudo la vida parece una guerra de todos contra todos, en un proceso de autoafirmación. La solución es la eliminación del prójimo: si Caín consideraba que Abel era grato a los ojos de Dios, significaba que tenía que matarlo para quedar él solo. Si tenemos la valentía de realizar un examen de conciencia veremos claramente como la envidia sea una de las raíces más profundas del espíritu de rivalidad que infecta nuestra existencia. Y está determinada por la percepción de una injusticia. O de un complejo de inferioridad que sólo puede menguar comparándonos con quien vale menos. En este sentido los discípulos discutían sobre quién era el mayor. Y la respuesta es obvia: yo.
En realidad las lecturas de este domingo nos colocan ante un problema profundísimo y no sólo de índole teórica: como me sitúo ante la injusticia, la rivalidad, la guerra que me declaran los demás. Por ello la respuesta de Jesús nos parece absurda: “El Hijo del Hombre será entregado a manos de los hombres y lo matarán”. Sabiendo además que lo harán por envidia, por el entusiasmo que suscitaba entre las masas y el sentimiento de adhesión y simpatía que despertaba. Esa es la razón por la que los escribas y fariseos veían en Él no únicamente un competidor, sino alguien que minaba los cimientos de lo que enseñaban con sus discursos y palabras. Entonces ¿por qué te entregas? ¿Por qué no haces valer tus razones? ¿O por qué razón no pactas con ellos ya que no puedes vencerlos y así te conviertes en uno de ellos, compartiendo también su poder y fama? ¿No será eso mucho mejor y te dará una vida más larga, tranquila y rentable?
Jesús poniendo ante los discípulos a un niño, se identifica con él: como un niño no tiene nadie que lo defienda, porque es pequeño y débil y su vida depende de un padre que lo acoja y lo tutele, lo alimente y lo defienda, así hace Él con Dios su Padre. Así dirá “Padre a tus manos encomiendo mi espíritu”. Porque se fía es como un niño, como un hijo. Precisamente el Hijo del Hombre, el Hijo de Dios.
Jesús no rechaza la injusticia, la envidia, la iniquidad: la asume en sí mismo, físicamente, extinguiendo en él mismo la enemistad. La imagen es el golpe de lanza que traspasa su costado. Aquel golpe de lanza representa la iniquidad del mundo, simboliza a todos los aplastados por la injusticia, desde el justo Abel, a todos los “cristos” heridos en la historia. Su suerte humana esta resumida y asumida en el Justo, el único como tal, asesinado por nosotros en la Cruz: según sus mismas palabras el auxilio le vendrá del Padre, en la Resurrección. Los cielos nuevos y la tierra nueva no se encuentran únicamente en el más allá, sino también en el aquí y ahora, en el modo de vida de los hijos de Dios, en la verdad y la justicia de la fe, en la sabiduría que viene de lo alto, y no del mundo, y que es diferente de la sagacidad, y que rebosa paz, humildad, misericordia y buenos frutos, tal como leemos en Santiago, y que es denominada también “vida eterna” y que es la vida de verdad que se puede vivir ya desde ahora.
Podemos renunciar a tener cosas que nos corresponderían, a alabanzas que mereceríamos, a justos reconocimientos, no porque seamos superhombres, o para demostrar a los demás que podemos vivir sin muchas de las cosas que la gente considera como necesarias. Sino porque Jesús nos basta. Sólo Dios basta, decía Santa Teresa. Y aprenderlo y que nos baste es el resumen de toda la vida espiritual. Los adultos necesitan muchas cosas, al niño tiene suficiente con un padre. La cuestión es que nosotros ya no somos niños: en volvernos como niños nuevamente consiste el reto. La confianza en Dios, el abandono a Él, la mismísima oración confiada es un don de la infancia, que habitualmente no le sobrevive: una vez salidos de la infancia hay que esforzarse mucho para volver a entrar, como tras una noche surge una nueva aurora. Y quizás es inevitable atravesar la noche oscura de la injusticia humana, el frío de la hostilidad humana, de la plegaria que parece no atendida, para ver resurgir una nueva luz, cuando convertidos realmente en pobres, sólo Dios nos basta. Dios incluso sirviéndose de la injusticia nos enseña lo que a nosotros nos parece impensable: la felicidad de ser siervos y no amos, últimos y no primeros. Y si ser los últimos nos parece una pretensión altisonante, contentémonos a ser segundos, si ya somos primeros, o terceros, si somos segundos. Contentémonos al menos de un paso atrás. Por otra parte, los últimos son tan últimos que ni siquiera lo saben. Se han olvidado de sí mismos. Ya no viven por sí mismos, Cristo vive en ellos. De ellos nadie habla.