Sobre la Fe (Homenaje a Benedicto XVI)

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Siguiendo en la línea de nuestro nuevo Papa Francisco, proseguimos con esta serie de artículos en homenaje a Benedicto XVI. Nos unimos con él en la oración.

EL PECADO (II)

Entre los comentarios a que dio lugar el anterior artículo sobre el pecado, fue revelador el que literalmente decía: Ayer, en una charla sobre el tema, se dio la circunstancia de que en el turno de preguntas participó mucha gente, realmente preocupada porque sentían que tampoco ellos tenían conciencia de haber pecado. Me parece que es una cuestión clave para nuestra fe. Y es que en no pocas parroquias, la palabra “pecado” hace muchos años que no se pronuncia… Si no pecamos, ¿qué necesidad tenemos de redención? ¿De qué nos puede servir la penitencia, si no tenemos de qué arrepentirnos?

Es efectivamente una cuestión clave. ¿Cómo es posible que lo hagamos todo bien y que no pecando en absoluto estemos dejando tras nosotros un mundo moralmente peor que el que nos dejaron en herencia nuestros padres? He ahí el paradójico resultado de ese nuestro beatífico “hacerlo todo bien”, de no pecar nunca, de no “equivocarnos” (ése, el de errar o equivocarse es el significado del griego clásico “pecar”, que obviamente impregna nuestro concepto de pecado). ¡Hay que ver cuánto nos cuesta reconocer que nos hemos equivocado! No importa si por ingenuidad, por soberbia o por maldad. El error -y a veces el horror- ahí está señalándonos con su dedo acusador.

A los que nos vemos tan buenas personas que ni siquiera sabemos de qué confesarnos, se nos tendrían que venir a las mientes las cuatro formas de pecar que nos recuerda el “Yo pecador”: de pensamiento, palabra, obra y omisión (¡esta última forma, eliminada de muchos devocionarios!) y recordar que el silencio de los buenos deviene una forma de “cooperación necesaria”, indispensable para que prospere el mal. Y recordar de paso que éste de omisión ha sido el pecado silencioso (el pecado del silencio, que en los que ostentan responsabilidad, es además delito de encubrimiento), que se ha manifestado en estos tiempos como el peor azote que sacude a la Iglesia. ¡Cuánto pecamos de cobardía unos y otros, proclamando con nuestro silencio que “yo no soy uno de ésos”!, para mal de la Iglesia y para mal de la sociedad en que vivimos. Y nosotros, ostentando ufanos nuestra condición de almas candorosas.

Los cristianos en general y los católicos en particular tenemos un grave problema que deberíamos llamar sin más de ignorancia y de incuria. Resulta que cualquiera de los consumidores habituales de “cultura deportiva” sabe muchísimo más de lo suyo (¿diez veces más?, ¿cien veces más?) que nosotros de lo nuestro. ¡Y no veas su capacidad dialéctica defendiendo lo suyo! Nuestra incultura religiosa, objeto de intenso cultivo en estos últimos decenios es, en efecto, estremecedora. Y nuestra incuria, parecida. No les llegamos a esos cultos y forofos cultivadores del deporte, ni a la suela de los zapatos. Y lo peor son esos guías ciegos y con enormes costras de ignorancia religiosa, que llevan directamente al hoyo a aquellos a quienes guían. Y los pastores guardamos silencio. Es lo que se lleva: lo llaman prudencia, discreción, caridad y no sé cuántas cosas más.

Volviendo al pecado, en la formación religiosa al uso, se echa en falta el anclaje de este concepto en la cultura ambiente por el extremo de la actualidad, y en la antropología por el extremo de su origen. Aunque no explícitamente, se nos hace creer (más bien se nos deja creer) que el pecado es un invento de la religión, puro vicio represivo de quienes ostentaron el poder civil y ahora se debaten por conservar el poder de las conciencias. No se dan cuenta de que toda legislación (ya sea ésta la ley de Dios, ya sea la de los hombres) es inevitablemente represiva. La libertad del prójimo y sus derechos, son la barrera impuesta a mi libertad y el límite de mis derechos. ¿Por qué hemos de aceptarle a la ley civil todo género de represiones e imposiciones, y no las queremos admitir en la ley de Dios? Pues porque nos hemos dejado envenenar por la ideología dominante, que tiene como objetivo fundamental expulsar a Dios de nuestras vidas.

El caballo de batalla de la existencia del hombre sobre la tierra es la dominación del que en cada momento consigue ser más fuerte y quedar arriba, sobre el que resulta ser el débil, y queda debajo. El formato originario de esa dominación fue la esclavitud (y su fruto más preciado, el trabajo: no lo echemos en olvido). De ahí el nombre de dóminus, que es “señor”, y de ahí la dominación. De ahí el correlativo servus en latín (y esclavo en otras lenguas); de ahí también toda forma de servidumbre, atenuada en servilismo y en servicio. Y he aquí que Dios, empeñado en romper esos perniciosos vínculos entre los hombres, proclama en el primer mandamiento de su Ley: Yo soy el Señor tu Dios, no tendrás otro Dios (¡ni otro señor!) más que a mí. ¿Y qué hacen los señores de este mundo? Desplazar al Señor, para que el hombre se entregue a la dominación del hombre: fenomenología pura y dura.

Y nos parece lo más natural del mundo, y dentro de los parámetros cristianos pasados por la modernidad, descuidar totalmente el culto a Nuestro Señor. Y ese vacío lo ocupan en seguida otros cultos que nos esclavizan. Por ejemplo, sin ir más lejos, el culto a la riqueza: y a su servicio, el trabajo sin sentido y sin fin, como si ésta fuese la única razón de ser de nuestra vida. ¡Y estamos sólo en el primer mandamiento!, del que pasamos olímpicamente, y no sabemos qué es pecar, qué es equivocarnos en lo primordial de nuestra vida.

La antropología entiende muy claramente que si no fuese por nuestra enfermiza afición a la esclavitud, hoy no estaríamos lamentándonos de no poder trabajar toda la población al menos ocho horas diarias; ni, ahondando aún más en nuestras ansias de esclavitud, le echaríamos la culpa de la crisis y del paro a la ralentización del frenesí del usar y tirar, a la pérdida de gancho de la moda y al reblandecimiento en la aplicación de los kafkianos programas de obsolescencia. Desde la Revolución francesa, nunca como ahora fue tan evidente que la Ilustración, con todos sus oropeles, no hizo más que transmutar formas y denominaciones para acabar convirtiendo a los siervos en esclavos con contrato. Pero con unos niveles de explotación que nos retrotrajeron de la servidumbre a la esclavitud. Es aberrante trabajar tantísimo para tirar tantísimo.

Todo ese plan de trabajo aberrante, más esa multiplicación y sobredimensión de los órganos de poder, tienen una pesadísima pirámide de beneficiarios que ejercen de amos del sistema, que viven a lo grande con ese aberrante plus de trabajo que se nos impone y que alcanza fácilmente el 50%.

Es que no salimos de arre: el objetivo de todo el que alcanza el poder es dominar. Y no se constituye en excepción de este principio quien lo alcanza mediante las mecánicas democráticas al uso (siempre mejorables, dicen sus usufructuarios; que es exactamente igual que si dijesen “siempre empeorables”, que es a lo que tienden: porque la cabra tira al monte).

Esas cosas no ocurrirían si aceptásemos de corazón, con fe e intenso deseo que Dios es Nuestro Señor, y que ni tenemos ni nos conviene tener más señor que Él. Y como decía, ¡vamos sólo por el primer mandamiento! Y eso los de conciencia pulquérrima, los que no sabemos qué es pecar. Si los ojos de la fe no nos llevan a reconocer nuestros pecados (¡nuestros graves errores!), los ojos de la razón nos pueden allanar el camino.

Custodio Ballester Bielsa, pbro.

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3 comentarios

  1. "A los que nos vemos tan buenas personas que ni siquiera sabemos de qué confesarnos, se nos tendrían que venir a las mientes las cuatro formas de pecar que nos recuerda el “Yo pecador”:

    de pensamiento, palabra, obra y omisión (¡esta última forma, eliminada de muchos devocionarios!)

    y recordar que el silencio de los buenos deviene una forma de “cooperación necesaria”, indispensable para que prospere el mal."

    ***

    Destacaría del artículo las cuatro formas de pecado y el silencio de los buenos.

    Sobre el silencio: antes, por ejemplo, en los casos de herejía, se hablaba de los autores y de los "fautores" (cómplice, colaborador, ayudante, instigador), sobre todo cuando omitían la acción debida.

    Pero ¿quién denuncia a familiares, amigos, compañeros y superiores? ¿quién hace una denuncia formal dando nombre y dirección para recibir una represalia?

    El P. Custodio se refiere a un hecho que lo veo repetidamente: "(¡esta última forma, ELIMINADA de muchos devocionarios!)".

    Es cierto, en casi todos los libros religiosos que se dicen inspirados por el Concilio Vaticano II, he observado que muchas cosas desaparecen (o son de inferior calidad) en relación con los libros trentinos, editados antes del Vaticano II, y sean de la temática que sean: moral, devocionarios, hagiografía, patrística, misales, teología, demonología, angeología, sacramentales, mística, espiritualidad, milagros, novísimos, revelaciones privadas, ascética...

    En muchas ocasiones, he debido de recurrir a estos libros prevaticanosegundos para encontrar claridad y rigor expositivo, además de casuística y desarrollo completo de los temas, y evitar, sobretodo, teologías perversas, extraviadas, raras o aerodinámicas con el espíritu de los tiempos (liberacionismo, modernismo, racionalismo, indigenismo, nuevaerismo...)

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    1. Mu. Custodio tiene toda la razón. Uno de los pecados más comunes es el de omisión y aquí si que podemos decir aquello que "aquel que esté libre de pecado que tire la primera piedra", como se proclamaba en el Evangelio de la mujer adúltera del domingo pasado.

      No se trata de denunciar, a familiares, amigos, compañeros y superiores; ¿quién hace una denuncia formal dando nombre y dirección para recibir una represalia? Muchas veces no hay que demunciar ni conviene hacerlo, pero si un aviso, por ejemplo: tal día vamos a la Iglesia para ese acto, procura que el vestido sea decente, aunque sea elegante. Si se trata de una Misa y quieres recibir la Comunión, piensa en confesar si lo necesitas?. Lo que ocurre es que nos cuesta mucho, y me cuento yo también, es dar ese sencillo paso, pero es evidente que no hacerlo puede ser pecado de omisión, y así se podrían poner otros muchos ejemplos.

      A mí, hasta hace poco, me costaba darme cuenta de ello, pero el confesor me dijo: pide al Espíritu Santo el don del discernimiento y lo veras más claro.

      Es lo que dice Mn. Custodio que la omisión de nuestras responsabilidades hace que dejemos a la siguiente generación en una situación peor de la que nosotros nos encontramos, y eso no es culpa del Concilio Vaticano II, sino de ciertos "predicadores" que nos han ido mentalizanto con una doctrina contraria a la que nuestra Santa Madre Iglesia, nos ha enseñado toda la vida y sigue plenamente vigente.

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  2. Interesante catequesis de Mn. Custodio, sonre el pecado y la fe.

    Que Dios le bendiga.

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