Capítulo 52: Cortejo, inhumación y "Refrigerium"

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Necrópolis en Quintanar de la Sierra s. X
Los cortejos fúnebres que escoltaban al cadáver hasta el lugar del reposo eran un deber sagrado para los paganos. Ya eran ancestrales en tiempos de la Republica romana, teniendo lugar después de la puesta de sol y llevando los que participaban, cirios y farolillos encendidos. En época imperial pasaron a hacerse durante el día, pero permaneció la costumbre de llevar cirios como signo de honor al difunto. No hay nada de reprobable en estas costumbres y la Iglesia las mantuvo. Poseemos numerosos testimonios escritos de recomendaciones en ese sentido. Por respeto a esa tradición ininterrumpida y plurisecular que la Iglesia desea que junto al cadáver de los fieles, en el cortejo fúnebre, se enciendan luminarias para simbolizar aquella luz de Dios en la cual ellos en vida confiaron; también en la Iglesia, junto al féretro y en el altar se encendían más velas y candelas que de ordinario. La prescripción tras la reforma litúrgica postconciliar de colocar el cirio pascual junto al féretro durante las exequias, tiene su origen en esta tradición simbólica.
Plañideras medievales
Los paganos disponían que el féretro fuera precedido de las plañideras (preficae), mujeres bien consideradas que simulaban el llanto y el duelo, mientras cantaban sus nugae en honor del difunto. La Iglesia sustituyó sus voces quebradas con el canto de los salmos, himnos y plegarias (Non ululatus, non planctus, ut inter saeculi homines fieri solet, sed psalmorum linguae diversae) Tertuliano recuerda la sepultura de un fiel acompañada por la oración de un presbítero; pero es a partir del siglo III, cuando los ritos cristianos pudieron desarrollarse libremente, cuando se consolida la salmodia como canto de acompañamiento de los cortejos fúnebres. San  Jerónimo atestigua que San Antonio dio sepultura a San Pablo eremita “cantando los salmos e los himnos de la tradición cristiana”. Las Constituciones Apostólicas hacen referencia a los salmos 114 y 115 como parte de la liturgia fúnebre, añadiendo también los salmos 22, 26, 31, 90, 50 y 120 cuyos versículos se encuentran frecuentemente en las lápidas funerarias de esta época. Víctor, obispo de Vita, en la provincia romana de Bizacena (act. Túnez) cita como la mayor de las desgracias y desventuras a las que tuvieron que verse sometidos los católicos en África durante la persecución de los vándalos, la de tener que transportar a sus muertos sin el canto de los salmos “en silencio”.
El Ritual Romano prescribe una serie de cantos para ser ejecutados durante el trayecto de la casa del difunto (alzamiento del cadáver) llegando a la iglesia y llevándolo al cementerio. En todos ellos está muy presente el símbolo de los ángeles en su función psicogógica (conductores de almas) sin duda en directa referencia al pasaje del evangelio de Lucas relativo a la muerte del mendigo Lázaro. El canto In paradisum es la mejor muestra de ello: compuesto entre los siglos III-V a partir de dos textos simultaneados: el del inicio y la segunda parte que comienza con las palabras “chorus angelorum”.  El canto del Benedictus durante el trayecto de la iglesia al cementerio es un resto de las laudes que se cantaban acabada la misa.
En el marco sereno de cantos y oraciones, velas e incienso, el cadáver era trasladado al sepulcro, amortajado con un sudario y el ataúd abierto, se colocaba en unas andas adornadas con telas y llevadas por los lecticarii (porteadores) excepto si la dignidad del difunto obligaba a que la transportasen personajes cualificados (familiares, amigos, clero, obispos, etc..) Constantino al trasladar la capital del Imperio a Bizancio instituyó una asociación de 950 porteadores para que gratuitamente desempeñasen todos los oficios fúnebres. En Roma tal oficio correspondía a los fossores, que además cumplían la misión de policía de cementerios. Siendo el cadáver cosa sagrada había que protegerlos de los rateros, conocidos en Roma con el despreciable nombre de vespillones. Los fossores eran considerados una dignidad eclesiástica inmediatamente tras el orden de los subdiáconos.
Llegados al cementerio que por la ley romana se extendía fuera de la ciudad (extra muros) en los barrios periféricos y a lo largo de las vías, también el encargo del entierro recaía sobre los fossores. El cadáver era colocado con la cara mirando a oriente: en Roma la orientación de la tumba era una consecuencia de la costumbre general usada en el culto público.
Antes de deponer el cadáver en el sepulcro era costumbre, como en Oriente, de dar un beso al difunto diciéndole tres veces adiós. Una antigua costumbre recoge el uso romano de que el sacerdote esparza encima del ataúd un poco de tierra diciendo: “Sume, terra, quod tuum est; terra es et in terram ibis” (Acoge oh tierra lo que es tuyo: eres tierra y a la tierra vuelves). La simbólica ceremonia, restos de un uso antiquísimo muy familiar a los romanos, no fue acogida por el Ritual de Paulo V (1614) , pero dejó una pequeña huella en una rúbrica existente en las antiguas ediciones en la que se decía que cuando hay imposibilidad de ir al cementerio y las exequias tengan lugar en casa del difunto, durante el canto del Benedictus el sacerdote bendiga un poco de tierra y la coloque en el féretro.
No está de más llegados a este punto, recordar algunas vetustas observancias fúnebres que si bien no eran de uso general, ni siempre aprobadas, gozaron de mucho crédito en algunas iglesias.
La primera era poner en la boca del cadáver una forma eucarística. La práctica estaba extendida por todo occidente y en oriente desde el siglo IV hasta el siglo VII, a pesar que el III concilio de Cartago del año 398 la reprueba. Lo que sí era común en Roma es dar la comunión a los agonizantes y moribundos. Cuando la costumbre de poner la comunión en boca de los difuntos decayó, fue en alza la costumbre de poner una píxide con la Eucaristía en el ataúd o un cáliz con un poco de sanguis consagrado. Cuenta San Gregorio Magno que San Benito hizo colocar una partícula eucarística en el pecho de un monje difunto. El origen de esta práctica hay que buscarlo en el temor supersticioso, muy común entre los fieles, a que influencias diabólicas o manos sacrílegas pudiesen ultrajar sacrílegamente los cuerpos de los difuntos y con ello molestarlos en su reposo de ultratumba: la presencia de Cristo les aseguraba la inviolabilidad. Con esta finalidad se colocaban también amuletos: clavos, campanillas, reliquias, láminas de oro o plata con inscripciones con el nombre de los arcángeles, etc…
Refrigerium catacumbal
Unido a estas creencias supersticiosas, residuo de una mentalidad pagana que costaba arrancar de los fieles,  hay que entender el refrigerium, muy común tanto entre los paganos como entre los cristianos hasta el siglo VI. Se creía que el alma aún tenía necesidad de comer y beber. Por eso se llevaban a la tumba, en los funerales o en el aniversario, alimentos varios: pan, vino, agua, y otros, para que el alma se refrigerase es decir encontrase alivio para sus eventuales deseos. El concepto refrigerium lo encontramos en los epitafios cristianos aunque en sentido optativo y ortodoxo de “calmar la sed”.
Con la misma palabra encontramos una libación de vino o un banquete celebrado por los parientes junto a la tumba del difunto, en su honor, con el fin de continuar en comunión con él. Se consideraba que él estaba presente en el convivium ofrecido y con esta “merienda” concluían los fastos funerarios. Restos de esta costumbre pagana también presente entre los celtas lo tenemos en algunos países como en Estados Unidos, donde por la presencia de irlandeses y británicos es común un ágape funerario después del funeral. En la Italia meridional aún hoy en día los vecinos y amigos van a dar el pésame llevando comida y bebida (tomate, pasta, vino, café, azúcar, galletas, harina, etc…) alimentos que sirven a la familia para cocinar un gran ágape informal que es servido, con un cierto silencio y parquedad de elementos festivos, después de la misa de funeral para todos los asistentes… en casa del difunto. El olor tradicional de los duelos y velatorios  en la Italia meridional no es a cera y a la naftalina de la ropa negra de luto,  si no a café y pastas, a ragoût de tomate y verduras, y a polenta con queso, servida con hogazas de pan recién horneado, cumpliéndose aquello de “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”
   
Dom Gregori Maria

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1 comentario

  1. Dom Gregori Maria, gracias por su interesante artículo acerca de las distintas celebraciones de despedida de los difuntos.

    LA MUERTE EN LA SOCIEDAD ACTUAL

    Durante las últimas décadas, la sociedad ha modificado su percepción de la muerte, así como la forma de encajar un hecho natural que a todos nos llegará tarde o temprano.

    Hace décadas, las personas morían en su casa, rodeadas de su familia, incluidos los niños, amigos y vecinos. El acto de morir era, por tanto, un hecho asumido desde la más tierna infancia. Desde niño, se presenciaba la muerte de los seres queridos, se conocía su existencia y también la forma en que cada uno se preparaba para morir, para afrontar la despedida, muchas veces con dolor.

    Hoy las cosas han cambiado. La mayoría de la población declara que desea fallecer sin dolor, en casa y rodeado de su familia. Sin embargo, la mayoría muere en un hospital y, eso sí, en plena inconsciencia, lo que evita sufrimientos.

    "La sociedad de hoy pone mucho énfasis en los aspectos vitales y en la juventud. La vejez y la muerte quedan relegados a un segundo plano", apuntan algunos psicólogos. La actitud social ante la muerte es, por tanto, de rechazo y ocultación. En este sentido, la muerte se ha convertido en un acto sanitario, controlado por los hospitales y por las funerarias.

    El cambio de hábitos es también palpable para las empresas de servicios funerarios. Hoy no se quiere el mismo entierro para un familiar que hace diez años. Cualquier pueblo, en cuanto pase de 500 o 1.000 habitantes tiene su propio tanatorio porque "ya no queremos velar los cadáveres en casa". Esta necesidad de recibir a la familia y amigos en un lugar ajeno ha hecho que las empresas funerarias oferten todo tipo de servicios, desde música, a catering dentro de las salas, y hasta un sistema de SMS para enviar condolencias personalizadas a los familiares.

    También el luto es considerado hoy como una "costumbre obsoleta", arraigado sólo en el medio tradicional y los funerales suelen ser breves y la cremación es cada vez más frecuente.

    Por otro lado, cada año hay menos afluencia a los cementerios el 1 de noviembre. El gran número de cremaciones y de custodias familiares son los motivos por los cuales han disminuido considerablemente las visitas a los camposantos.

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