Capítulo 46: Las Honras Fúnebres (I)

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Lápida de Cornelia Avita (Abla-Almeria)
Las honras al cuerpo 

Cuando en el lenguaje corriente se habla del “culto a los muertos”, no se usa el término “culto” en el sentido teológico estricto de latría o de dulía (adoración o veneración) sino en su acepción vulgar de honras fúnebres tributadas a los difuntos.

Los ritos funerarios forman parte del ámbito religioso desde los tiempos más remotos de la humanidad. En todos los pueblos encontramos un empeño solemne y afectuoso por cuidar los cuerpos de los difuntos y darles respetuosa sepultura. La Iglesia, que ve en el cuerpo de los fieles un templo del Espíritu Santo, destinado a resucitar para la gozosa inmortalidad y lo considera objeto de sus carismas de santificación, no podía dejar de compartir estos sentimientos, aunque de forma adecuadamente ortodoxa.

En este sentido vemos como, al ejemplo del Salvador, los cuerpos de sus difuntos vienen cuidadosamente lavados, ungidos muchas veces, envueltos en vendas, impregnados de aromas y de perfumes, escoltados por cirios y depuestos en un sepulcro celosamente respetado. Según San Jerónimo, en las iglesias había clérigos que tenían el particular encargo de preparar a los cadáveres para su sepultura: “clerici, quibus id officium est, linteo cadáver abvolverunt”(los clérigos que tienen este oficio, envolvieron el cadáver con un lienzo) Un verdadero embalsamamiento o vestición con vestiduras preciosas, incluso bordadas en oro, ciertamente eran utilizadas pero sólo para cadáveres de personas ricas, de altos dignatarios o de célebres mártires. Leemos en las Actas de San Pancracio: “conditum aromatibus, et dignissimis linteamínibus, involutum, condidit in sepulchro novo”. 
 
El cuerpo de Santa Cecilia fue hallado en el siglo IX por el Papa Pascual I (+894) aún bien conservado y revestido de telas preciosas. Habitualmente cada cuerpo era envuelto respetuosamente en largas tiras de tela que se entrecruzaban en el pecho y en la espalda y que envolvían incluso la cabeza. Los brazos se disponían en los costados. La frecuente representación de la resurrección de Lázaro en el arte cristiano antiguo, nos muestra la momia con todo el cuerpo, comprendida la cabeza y los brazos en los costados, envuelto en telas y vendas cruzadas, una representación ciertamente tomada de las costumbres de aquel tiempo. A menudo se envolvía el cadáver simplemente con un sudario como se hizo con el Señor, y como después, durante la Edad Media, fue en muchos lugares la costumbre imperante.

Mosaico en San Apolinar el Nuevo- Ravenna
Entre nosotros se prefirió mayormente revestir al difunto con la ropa que llevaba en la vida civil, a menos que hubiese expresado el deseo de vestir la túnica monástica o el hábito de terciario, o tratándose de eclesiásticos, la insignias de su propia dignidad. San Gregorio Magno atestigua que ya en la época del papa Símaco (498-514) sobre el féretro de los diáconos de extendía la dalmática. Hoy en día, a tenor de las normas del ritual, se suele poner entre los dedos del difunto un pequeño crucifijo, un rosario, o se disponen los brazos cruzados in modum crucis, además se enciende en la estancia una luz, para significar aquella bienaventurada luz a la cual piadosamente se espera haya llegado o se encamine. En torno y sobre el túmulo los antiguos derramaban ungüentos aromáticos: muchas cubiertas (tapas) de los antiguos sarcófagos llevaban agujeros con tubitos metálicos en los que de tanto en tanto se derramaban aromas. San Paulino alude a ello a propósito del sepulcro de San Félix de Nola. Pero en la mayoría de los casos lo habitual era poner en torno y encima del cadáver una espesa capa de cal. 

Junto a las consideraciones y minuciosos cuidados para la conservación de los cadáveres, se unían otras no menos celosas, para asegurar un sepulcro alejado de toda profanación.

Son conocidas las más extrañas supersticiones que circulaban entre los paganos sobre la necesidad de una sepultura pacífica con fines a un pacífico reposo ultratumba. Si el cadáver hubiese quedado sin sepultura o peor aún, sus restos hubiesen sido destruidos o desperdigados, se creía que el alma estaba destinada a vagar perpetuamente sin esperanza de descanso. Los fieles, convertidos del gentilismo, llevaban consigo estos vagos errores, o depurados de lo más burdo, los combinaban extrañamente con el dogma cristiano. Se decía, por ejemplo, que la destrucción del cuerpo o la dispersión de sus restos, imposibilitaba la resurrección final. No todos se dejaban engañar por estas preocupaciones infundadas, pero la superstición pagana estaba profundamente arraigada en las masas, y la Iglesia a través de los escritos y las homilías de los Padres, tuvo que combatir mucho para liberar la mente de los fieles de estas supercherías.

Traslado del féretro de San Clemente
Por un lado, vemos el empeño obsesivo de los perseguidores que multiplican los rigores contra los malogrados cuerpos de los mártires, abandonándolos a las aves carroñeras, precipitándolos en las aguas, dándolos en pasto a las fieras y desperdigando sus cenizas. Por otro, grupos de valientes fieles, que sin ahorrar riesgos y gastos, los sustraen a la furia de los carniceros, rescatándolos cuando pueden, y dándoles honrosa sepultura. Las actas de los mártires están llenas de numerosos ejemplos. Los obispos además alentaban la audacia de los fieles en ese sentido. A veces era el mismo mártir antes de su inmolación que se interesaba antes de morir a fin que un amigo pudiese rescatar sus restos y darles sepultura. Las inscripciones habituales estaban inspiradas de unas tales preocupaciones. Tenemos muchos epitafios sepulcrales que van en esa dirección.

El deseo de asegurarse una eficaz tutela contra el peligro de la violación del sepulcro y de beneficiarse de la intercesión de los santos, hizo surgir la práctica de sepelio de los muertos en proximidad al sepulcro de algún mártir ilustre. En Roma los primeros papas buscaron su sepultura cerca de la tumba de Pedro. En África, cerca del sepulcro de San Cipriano en la vía Mappala se formó rápidamente una necrópolis cristiana. En Roma, en Milán, en Oriente, la sepultura ad sanctos era ya común en el siglo IV, aunque reservada a los difuntos “cualificados”: San Ambrosio pensó deponer el cuerpo de su hermano Sátiro cerca de las reliquias de San Nazario, San Paulino hizo enterrar el cuerpo de su hijo Celso en Alcalá, cerca de los mártires complutenses Justo y Pastor. Sin embargo no todos compartían estas ideas: el papa San Dámaso se confesaba indigno de tales honores. Puede que el hecho de poner el cuerpo cerca de un mártir constituyese una presunción o una manera de lavarse la cara y el nombre después de una vida pecaminosa. San Agustín subraya que todo eso resultará inútil si no se une a las fervientes oraciones de los fieles por su salvación. La práctica era demasiado hermosa como para ser fácilmente abandonada. La Iglesia trató de limitar su aplicación concreta, para salvaguardar la debida reverencia al altar, pero no la prohibió de manera absoluta.

Pero si por una parte la Iglesia puso las adecuadas limitaciones a las sepulturas en lugares santos, fue constante su voluntad que el cuerpo de los fieles, antes de ser confiado a la tierra, fue llevado a la iglesia, ante el altar de Dios y ante él fuese ofrecida la Eucaristía, para que de aquel contacto sacro derivase un más eficaz motivo de sufragio. A finales del siglo IV esa práctica era común. San Agustín hablando de los funerales de su madre dice que la Misa fue celebrada en el cementerio de Ostia, al aire libre o más probablemente en una capilla funeraria superior. Parece ser que cuando se trataba de personas notables, el funeral se desarrollaba en una iglesia con gran concurso de pueblo y boato. Así para el cuerpo de San Ambrosio, para los funerales de Paula en Belén, de Fabiola en Roma, etc. En Roma, con el abandono de las catacumbas en el siglo V, esta fue la regla general. Y así es aún la disciplina de la Iglesia, aunque lamentablemente la proliferación de los Tanatorios y su régimen de horarios así como la falta de sacerdotes impiden la celebración de la misa corpore insepulto, con el cuerpo presente, antes de su inhumación. Levantada también la prohibición expresa de toda incineración en el Derecho Canónico de 1983, las costumbres de los fieles han cambiado notablemente. 

Dom Gregori Maria

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2 comentarios

  1. Dom Gregori Maria, muchas gracias por su artículo y me permite expongo lo que dice el Catecismo de la Iglesia Católica sobre:

    EL SENTIDO DE LA MUERTE CRISTIANA

    1010 Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. "Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia" (Flp 1, 21). "Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él, también viviremos con él" (2 Tm 2, 11). La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente "muerto con Cristo", para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este "morir con Cristo" y perfecciona así nuestra incorporación a El en su acto redentor:

    «Para mí es mejor morir en (eis) Cristo Jesús que reinar de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a Él, que ha muerto por nosotros; lo quiero a Él, que ha resucitado por nosotros. Mi parto se aproxima [...] Dejadme recibir la luz pura; cuando yo llegue allí, seré un hombre» (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Romanos 6, 1-2).

    1011 En la muerte, Dios llama al hombre hacia sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo semejante al de san Pablo: "Deseo partir y estar con Cristo" (Flp 1, 23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de Cristo (cf. Lc 23, 46):

    «Mi deseo terreno ha sido crucificado; [...] hay en mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí "ven al Padre"» (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Romanos 7, 2).

    «Yo quiero ver a Dios y para verlo es necesario morir» (Santa Teresa de Jesús, Poesía, 7).

    «Yo no muero, entro en la vida» (Santa Teresa del Niño Jesús, Lettre (9 junio 1987).

    1012 La visión cristiana de la muerte (cf. 1 Ts 4, 13-14) se expresa de modo privilegiado en la liturgia de la Iglesia:

    «La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo. (Misal Romano, Prefacio de difuntos).

    1013 La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin "el único curso de nuestra vida terrena" (LG 48), ya no volveremos a otras vidas terrenas. "Está establecido que los hombres mueran una sola vez" (Hb 9, 27). No hay "reencarnación" después de la muerte.

    «Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor!
    Ningún viviente escapa de su persecución;
    ¡ay si en pecado grave sorprende al pecador!
    ¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!»

    (San Francisco de Asís, Canticum Fratris Solis)

    EN CUANTO A LA INCINERACIÓN

    - ¿Qué ritos católicos están disponibles para aquellos que eligen la incineración?
    El Orden de los Funerales Cristianos presenta el plan de la Iglesia para la celebración de la muerte de uno de sus fieles. Estos ritos suponen la presencia del cadáver, pero hay adaptaciones disponibles para aquellos que eligen la cremación. El Orden de los Funerales Cristianos consta de tres partes:

    La Vigilia y los Ritos y Oraciones conexos (el velatorio)
    La Liturgia del Funeral (el funeral)
    El Rito de Sepultura (el entierro)

    La "Vigilia y los Ritos y Oraciones conexos" dan a los familiares y amigos la oportunidad de reunirse en presencia del difunto y ofrecer consuelo y oraciones para sí y para el difunto, y recordar su vida cristiana. La "Liturgia del Funeral", oficiada a menudo durante la Misa, pero que puede celebrarse fuera de la Misa, nos permite revivir el misterio de la Pascua de Resurrección y la promesa de vida eterna de Cristo. El "Rito de Sepultura" es nuestra despedida de nuestro querido hermano o hermana en Cristo. En este momento dejamos el cuidado de nuestro ser querido al cementerio mientras esperamos la resurrección de los muertos junto con la comunión de los santos.

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  2. Muy interesante como siempre. Gracias.

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