El misterio de Cristo en el tiempo. La historia de la Salvación

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Majestat Batlló. S. XII
Capítulo 4:
Habrá un único sacriificio.

El pueblo judío ofrecía sacrificios imitando, poco o mucho, la manera de obrar de las naciones con las que había estado en contacto. Fue modificando el ceremonial externo de las oblaciones y se elaboró una doctrina propia sobre el culto divino, de acuerdo con el peculiar conocimiento de Dios que iba adquiriendo.

Para aquella gente, la sangre se identificaba con la vida. Ofrecer la sangre era ofrecer la vida. Por eso degollaban víctimas, y la sangre, como cosa divina, era ofrecida totalmente a Dios. El momento más significativo del sacrificio resultaba pues, aquel en que se presentaban a Dios, separados, el cuerpo y la sangre de la víctima.

Habrá que tenerlo muy presente: Jesucristo se sirvió de esta concepción del sacrificio para instituir el signo de la Eucaristía. Cuando los apóstoles entendieron como separados el cuerpo de Cristo en el pan, y la sangre de Cristo en el vino, se sintieron en presencia de lo que había de más conmovedor en el sacrificio.

Había diversas formas de sacrificios. A cada una de ellas se atribuía un sentido diferente. El holocausto requería la consunción total de la víctima por el fuego. Los oferentes intentaban hacer subir las llamas y el humo hacia el cielo para hacerse presentes ante Dios.

El sacrificio pacífico, mucho más frecuente que el holocausto, conservaba el sentido de ágape de confianza con Dios, y quería significar la comunión de vida entre Dios y sus fieles. Consideraban que la celebración de este sacrificio, además de restablecer la paz entre Dio y los oferentes, procuraba la paz entre ellos mismos y extendía la paz por todo el mundo. De entre los sacrificios pacíficos, el más solemne el que denominaban “de acción de gracias”. 

Había también el sacrificio de reparación y el sacrificio por el pecado. En este último, la victima inmolada reemplazaba al culpable y expiaba las culpas en su lugar.

Finalmente existía un sacrifico de oblación, que consistía en quemar un puñado de flor de harina, aliñada con aceite y cubierta de encienso. Como el holocausto, intentaba hacer llegar hasta Dios la actitud suplicante de aquellos que lo ofrecían.

Todas las razones que se dan para explicar cualquier clase de sacrificio siempre van a parar a lo mismo: el hombre siente la necesidad de complacer a Dios. El hombre destruye alguna cosa que ama para ofrecérsela a Dios en homenaje. Sabe que la vida es un don de Dios. Sabe que Dios se la puede arrebatar, y que muchas veces se lo ha merecido. Quiere aplacar a Dios ofreciéndole vida, ofreciéndole un sacrificio.

Cuando las cosas le van bien, el hombre que busca a Dios reconoce que debe darle gracias. Y cuando le van mal, comprende que debe rezar para que Dios le ayude. En toda ocasión pues, tiene motivos sobrados para ofrecer a Dios lo que más le importa: la vida.

Inmolando víctimas, el hombre descubre que de nada le servían los sacrificios materiales si no iban acompañados de aquella acción desde lo más hondo de su corazón. Es decir, si no destruía dentro de sí, los impulsos que lo alejan de la voluntad divina. O dicho de otra manera más positiva: haciendo crecer en él la fuerza de amor que lo une a Dios.

Un profeta declaró en nombre del Señor: “Lo que quiero es misericordia –amor-  y no sacrificios”. Jesucristo corroborará más tarde la afirmación del profeta. Y David acaba su salmo penitencial: “Los sacrificios no te satisfacen, si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado,tú no lo desprecias” 

El holocausto del espíritu es la esencia del sacrificio. El hombre ha de desear complacer a Dios, y decidir hacer todo lo necesario para conseguirlo. La compunción de los propios pecados es holocausto de espíritu. Lo son también la oración confiada, el celo por el bien de los hermanos, la acción de gracias y la alabanza. 

Dom Adalbert Puigseslloses, O.S.B. 
Prior de Sant Pere de Clarà

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1 comentario

  1. Dom Adalbert, gracias por su artículo de hoy.

    Usted nos dice: "El hombre ha de desear complacer a Dios, y decidir hacer todo lo necesario para conseguirlo. La compunción de los propios pecados es holocausto de espíritu. Lo son también la oración confiada, el celo por el bien de los hermanos, la acción de gracias y la alabanza."

    Cuanta razón tiene y eso se cumpliría simplemente si nos sintiéramos amados por Dios y aprovecharamos la libertad que nos da para hacer el bien, sirviendonos de los medios que nuestra Madre, la Iglesia, nos pone a nuestra disposición por encargo del mismo Jesucristo.

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