Capítulo 29: La Fiesta de Pentecostés

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Para los hebreos, desde el tiempo de Moisés, la fiesta de Pentecostés o de las Semanas, como la llama el Pentateuco, porque se celebra precisamente siete semanas después de Pascua, tenía como fin el dar gracias a Dios por la cosecha de cereales, cuya recolección estaba a punto de terminarse; más tarde, la tradición rabínica añadió una conmemoración de la promulgación de la ley sobre el Sinaí, que tuvo lugar cincuenta días después de la salida de los hebreos de Egipto. Pero en la historia evangélica, la cincuentena pascual se significó por tres acontecimientos de capital importancia: la efusión prodigiosa del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, la fundación oficial de la Iglesia y el inicio de su misión en el mundo. Estos grandes acontecimientos que conforme a la promesa del Salvador coronaron la obra de la Redención son pues el objeto de la fiesta cristiana de Pentecostés.

¿En qué tiempo la fiesta de Pentecostés fue introducida en el calendario cristiano? Tenemos una vaga referencia en San Pablo (1ª Cor. 16,8), pero si tenemos en cuenta que en la tradición judía, esta fiesta estaba íntimamente unida a la Pascua, tenemos que suponer de manera razonable, que esta era ya celebrada en los albores de la Iglesia o al menos en una época no muy lejana. Encontramos testimonios a principios del siglo II en la Epistula Apostolorum . Quizás en un origen tuviese poca importancia litúrgica y únicamente se conmemorase como conclusión del Tiempo Pascual. De hecho tanto Tertuliano como Orígenes hablan tan sólo en este sentido. Esto explica como a finales del siglo III en Hispania no se conociese o se celebrase la fiesta de Pentecostés, teniendo como costumbre acabar el tiempo pascual con la Ascensión, costumbre que mereció una reprimenda del concilio de Elvira del año 313. Eusebio de Cesarea, recordando que en ese día murió el emperador Constantino el Grande, llama a Pentecostés “El mayor día de todas las festividades”.

Era natural por otra parte que la santa alegría del tiempo pascual debiese acentuarse particularmente en el último día, tanto más que esto tenía, como se dijo, especialísimas razones históricas para ser solemnemente conmemorado. Y es en verdad lo que constatamos en los escritores de los siglos IV y V. En Jerusalén, según cuenta la Peregrinatio de Egeria, las funciones se sucedían casi ininterrumpidamente desde la aurora hasta la media noche. San Juan Crisóstomo, en un sermón pronunciado en este día, exclamaba como en ese día se llegaba al culmen de todos los dones y frutos prometidos; y en otro pone de relieve la participación del pueblo, que no cabía en la iglesia: “Dum enim sanctam Pentecostés celebritatem agimus, tanta concurrit multitudo ut magna hic locorum angustia laboretur”. No de otra manera se expresan en Occidente San Ambrosio, San León, San Máximo de Turín y, sobre todo, San Agustín: “Celebramos el aniversario de la festividad de la venida del Espíritu Santo - comienza este santo Doctor- en la que debemos reunirnos para una solemne celebración con solemnes lecturas y sermón”.


A este largo desarrollo de la fiesta de Pentecostés contribuyó, en primer lugar, el uso, que al principio del siglo IV comienza a imponerse casi como ley, de reservar a la vigilia nocturna de esta solemnidad la administración del bautismo a aquellos que por algún motivo no habían podido recibirlo en la noche de Pascua. La Peregrinatio calla sobre esta función bautismal suplente de Pentecostés, pero San Agustín y San León en sus sermones de este día se dirigen varias veces a los neófitos bautizados en la noche precedente. El servicio litúrgico era casi el de la vigilia pascual; una serie de cuatro lecturas (son 4 tanto en el Gelasiano como en el Gregoriano o en Amalario), intercaladas con cánticos y oraciones; la bendición de la fuente, seguida del bautismo y de la confirmación de los catecúmenos, y, por último, la misa. La bendición del fuego y del cirio fue en todas partes, excepción hecha de alguna iglesia galicana, excluida por el ritual. Después, hacia los siglos VIII-IX, encontramos que la función nocturna se anticipaba a la tarde del sábado, en algunas partes a la hora sexta, como en Italia, en otras, a la hora nona, según nos atestigua Amalario. Más adelante en el siglo XII, el XI Ord. Romano prescribe no cuatro, sino seis lecturas, número que ha quedado todavía en el misal.


El ayuno hoy prescrito en el sábado de Pentecostés, a pesar de la antigua disciplina, que lo excluía rigurosamente del tiempo pascual, es de origen incierto. Algunos creen que es una importación galicana. En Roma, en el siglo V, San León (+ 461) no lo conoce todavía. El más antiguo documento que alude a él es el Sacramentarlo Leoniano, el cual, en una serie de “oraciones para antes de Pentecostés”, habla dos veces del ayuno. También el gelasiano presenta una misa In vigilia Pentecosten, cuya segunda colecta es todavía más explícita: Da nobis, quaesumus, Domine, per gratiam S. Spiritus, novam tui Paracliti spiritalis observantiae disciplinam, ut mentes nostrae, sacro purificatae jejunio, cunctis reddantur eius numeribus aptiores.(Concédenos, te rogamos, Señor por la gracia de tu Espíritu Santo Paráclito, la nueva disciplina de observancia espiritual, para que nuestras mentes purificadas por el sagrado ayuno, nos haga más aptos para ser contados entre los suyos). El ayuno no aparece más en los textos del Gregoriano. Pero su observancia en este día fue siempre tenazmente mantenida en toda la Iglesia latina.


El Oficio Nocturno de Pentecostés como el de su octava se compone, como el de Pascua, únicamente de tres salmos y tres lecturas, porque el bautismo de los catecúmenos y la misa de la vigilia ocupaban buena parte de la noche, ya breve por la estación. Ese uso es sin embargo de origen galicano porque en la antigüedad Roma cantaba el habitual Oficio de 18 salmos y 9 responsorios. El uso galicano, el de solo tres salmos (47, 67 y 103) precedidos del Invitatorio y la antífona Spiritus Domini, fue adoptado por la liturgia romana a través del Oficio franciscano en el siglo XIII.


El himno Veni, Creator Spiritus, entre los más bellos de la liturgia, es atribuido a Rabano Mauro, abad de Fulda (+856), pero pertenece a un poeta anónimo de su tiempo. La melodía fresca y vivaz del que está revestido es la misma que la del himno pascual ambrosiano “Hic est dies verus Dei”  atribuido a San Ambrosio. La costumbre de cantarlo a la hora de Tercia, hora en que el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles, fue primeramente introducida en Cluny por el abad San Hugo el Grande (+1109).


La misa del día con la estación en San Pedro ha tomado parte de los textos, el introito y también el ofertorio, del salmo 67 (68) “Exurgat Deus“ , que por esa razón bien podría llamarse el salmo de Pentecostés.


La prosa Veni, Sancte Spíritus, llegada a nosotros con el noble título de “secuencia aurea”, tiene probablemente como autor a Esteban de Langton, arzobispo de Canterbury (+1228). Sustituyó a otra no menos hermosa y popular el “Spiritus Sancti adsit nobis gratia”  compuesta por Notker Balbulus (+912) El prefacio de esta solemnidad fue retocado y completado por San Gregorio en persona.

Lluvia de rosas en el Pantheon

Una característica costumbre medieval para el día de Pentecostés, presente en muchas iglesias de Italia y Francia desde al menos el siglo XII, era la de hacer llover pétalos de rosa, flores o bolitas de algodón encendidas a imitación de las lenguas de fuego caídas sobre los Apóstoles. En Roma, como dije, la lluvia se anticipaba al domingo precedente en la estación papal en el Pántheon siendo esta la causa que en muchas regiones de Italia esta fiesta es llamada con el graciosa apelativo de “Pascua rosada”, Sa Pasca de flores de los sardos, mientras en nuestras latitudes preferimos el de “Pascua granada” por referencia a las espigas granadas ya en este tiempo. En otros lugares movidos por un exceso de simbolismo, se soltaban palomas que revoloteaban por el templo. Una rúbrica del ordinario de Rouen dice que al comenzar el Veni Creator se suelten sobre el coro hojas de encina, nubes de azúcar (sucre filat en catalán) y barquillos de sabores. En otros lugares como en la Liguria o en la región de Emilia, estos dulces se colgaban en un árbol que se colgaba de la cúpula el día de Pentecostés, dejándose por toda la octava y que después eran distribuidos entre los fieles.
Siena, Cento y Nursia celebran con el Palio la Pascua Rosada- Barquillos de Pentecostés
En la plaza del Duomo de Orvieto tiene lugar la tradicional festa della Palombella: acompañada de un repicar solemne de campanas, una paloma blanca que representa al Espiritu Santo, atada con cintas rojas a una corona de rayos desciende a un baldaquino gótico adornado con guirnaldas donde se colocan unas estatuas policromas de madera representando a María y al Colegio Apostólico en tamaño natural. Cuando llega la paloma, una llamita enciende la traca y los morteros imitan el temblor de tierra de Pentecostés.
Fiesta de la Palombella en la Plaza de la Catedral de Orvieto, el día de Pentecostés.
En un origen con la fiesta de Pentecostés se concluía el ciclo pascual; de una octava no encontramos ni una palabra antes de la 2ª mitad del siglo VI, en que el Gelasiano la recoge. En las Constituciones Apostólicas, es cierto, se exhorta celebrar después de Pentecostés una semana, pero no parece muy difundida la práctica, pues en Jerusalén y en Occidente es aún un uso desconocido en el siglo V. La octava de Pentecostés fue añadida no tanto como dice Amalario para honrar los siete dones del Espíritu Santo, como para emular la grande semana de Pascua: se prohibieron trabajos serviles y los juicios, y el ayuno de las témporas de verano, antiguamente colocado en esta semana, fue colocado en la sucesiva. Hubo mucha disensión en este particular así como en cuando se concluía la octava, algunos lo hacían el sábado otros el domingo, siguiendo el calco de la fiesta de Pascua. Prevaleció este uso hasta que el oficio de la octava de Pentecostés fue sustituido por la nueva fiesta de la Santísima Trinidad.

Dom Gregori Maria

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2 comentarios

  1. FELIZ PASCUA DE PENTECOSTÉS.

    Gracias Dom Gregori Maria por este interesante artículo sobre la solemnidad de Pentecostés, en que como los Apóstoles recibieron del Espíritu Santo la fuerza para salir del Cenáculo y empezar la expansión de la Iglesia por todo el mundo y hoy día sigue operando.

    EL ESPÍRITU SANTO nos ayuda a asimilar la doctrina de Cristo.

    La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su comunión con el Padre en el Espíritu Santo: el Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre su mente para entender su muerte y resurrección. (Catecismo, n.737).

    Con frecuencia notamos que tenemos ideas claras sobre la doctrina católica. Si nos hicieran un examen, probablemente sacaríamos una buena nota. Pero una cosa es saber algo y otra es vivirla. Necesitamos una ayuda especial para poder ir formando nuestra conciencia moral, y esta ayuda viene del Espíritu Santo.

    En realidad, el verdadero artífice de una conciencia bien formada es el Espíritu Santo: es Él quien, por un lado, señala la voluntad de Dios como norma suprema de comportamiento, y por otro, derramando en el alma las tres virtudes teologales y los dones, suscita en el corazón del hombre la íntima aspiración a la voluntad divina hasta hacer de ella su alimento.

    Con mucha frecuencia no vemos claramente el por qué la Iglesia nos exige ciertos comportamientos morales. En estas ocasiones tenemos que echar mano de una ayuda superior, la del Espíritu Santo. El puede doblar nuestro juicio para hacerlo coincidir con el de Dios.

    EL ESPÍRITU SANTO nos da la fuerza necesaria para vivir nuestros compromisos bautismales.

    La vida cristiana es una opción que debemos renovar todos los días. Dios nos deja libres. En cualquier momento cabe la posibilidad de echarnos atrás, de quedarnos indiferentes, de ser unos cristianos “domesticados” como ciertos animales que sólo sirven para adornar el hogar, pero que ya no son agresivos porque están domados.

    También la conciencia se puede domesticar y recortar a una medida cómoda. Una conciencia para andar por casa, es una conciencia mansa, que nos presenta los grandes principios morales suavizados, que nos ahorra sobresaltos, remordimientos y angustias. Ante las faltas, sabe encontrar justificantes y lenitivos: ‘estás muy cansado’, ‘todos lo hacen’, ‘obraste con recta intención, lo hiciste por un fin bueno’, ‘es de sentido común’.

    EL ESPÍRITU SANTO no deja de venir a nosotros constantemente

    Experimentamos muchas venidas del Espíritu Santo durante nuestra vida. Las más fuertes son cuando recibimos los sacramentos. Por medio de cada sacramento el “artífice de nuestra santificación”, el Espíritu Santo, va acabando su gran obra en nosotros, nuestra transformación en Cristo.

    Además de estas venidas sacramentales del Espíritu Santo, hay otras que son menos espectaculares, pero no por eso pierden importancia: su influencia sobre nuestra conciencia moral.

    Para el alma en estado de gracia, la voz de la conciencia viene a ser la voz del Espíritu Santo, que ante ella se hace portador del querer del Padre celestial.

    Nuestra vida debería ser un constante diálogo con el Espíritu Santo. Es imposible vivir la vida cristiana, cumplir con el principio y fundamento... sin esta colaboración con el divino Huésped del alma, el Espíritu Santo.

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  2. Muchas gracias por este articulo ¡verdaderamente precioso!!!

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